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Columna
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El palacio de Carlos V

Granada, que lleva la violencia y la belleza entremezcladas en su mismo nombre -sabido es que la bomba de mano así llamada debe su origen a la fruta con granos de sangre-, era sentida por los románticos como ciudad de alma ausente, algo así como una Brujas española. La llamada Toma había sido un desastre, la conversión y expulsión de musulmanes y judíos una crueldad además de una insensatez. Y desde entonces Granada, en un eterno declive, vivía sin vivir en sí. García Lorca, que todavía no tiene monumento, ni plaza, ni calle principal en la ciudad que protagoniza metafóricamente su obra, y donde encontró tan mala muerte, capta y expresa mejor que nadie el terrible sentimiento de algo perdido para siempre que aquí lo impregna todo. Para el poeta, Granada "está llena de iniciativas, pero falta de acción", lo cual todavía no deja de ser bastante cierto. Es "como la narración de lo que ya pasó en Sevilla" (sin Guadalquivir para los barcos de vela, por sus dos mínimos ríos "sólo reman los suspiros"). Y, rodeada de altas sierras, cortada del mar, sin más salida que "su alto puerto natural de estrellas", alberga dos palacios yuxtapuestos y vacíos que "sostienen el duelo a muerte que late en la conciencia del granadino actual".

Sea como sea, lo indudable es que, tanto para Lorca como para los viajeros extranjeros del siglo XIX, en primer lugar Richard Ford, el palacio de Carlos V, por muy bello que se pudiera considerar fuera de contexto -en su calidad de destacada muestra de la arquitectura italiana del Renacimiento-, desentonaba de manera brutal al lado de las delicadas y airosas construcciones nazaríes. Cabe pensar que así también lo entienden la mayoría de los turistas actuales, que, en su ansia por conocer los famosos pabellones y jardines orientales, dedican poco tiempo a este magno, si bien inconcluso, ejemplar del arte europeo.

Vale sin embargo la pena, y tanto. Y recordar a la vez que el edificio es fruto de la visita de Carlos a Granada en 1526, acompañado -con la reciente victoria contra los franceses en Pavia a las espaldas- de su esposa Isabel de Portugal, y que parece expresar la convicción, más extendida con cada nuevo triunfo, de que bajo el Emperador el mundo iba a conocer por fin una paz duradera. Así lo tienden a sugerir, según Jesús Bermúdez, los hermosamente esculpidos relieves que embellecen los basamentos situados a cada lado de la puerta principal del palacio, y donde, entre otros motivos alentadores, dos Cupidos queman con sus antorchas las armas esparcidas alrededor de un monumento que, coronado por la Fama, expresa la unidad del Imperio.

No puedo dejar de añadir que existe una muy curiosa fotografía de Lorca sentado delante del relieve que se ubica a la derecha inmediata de la entrada. Está actualmente expuesta en la Casa-Museo del poeta en Fuente Vaqueros. No se sabe, creo, quién la sacó ni su fecha, aunque parece corresponder a los años treinta. ¿Eligió Lorca el sitio? ¿Había meditado sobre la escena representada en la escultura que tiene detrás? Nada sabemos. Sólo que, con el instante captado por la cámara, este lugar nunca puede ser ya el mismo.

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