Las cabras
Desde la más remota antigüedad se sabe que las cabras comen de todo, papiros, pergaminos, sandalias de profeta, harapos de túnica, códices de vitela, santorales, facistoles, incunables, libros viejos, rollos de películas, vídeos y disquetes de cualquier clase, con la única condición de que todos estos soportes de la cultura se hayan convertido en basura orgánica. Las cabras son animales muy místicos, que al balar dejan suspendida en el aire toda la sabiduría que han ido devorando a lo largo de los siglos y al mismo tiempo sus balidos se impregnan también con las fábulas que fueron contadas en las esquinas de las ciudades orientales cuyas palabras no escritas aún permanecen en el seno del viento. Por mi parte, todo lo que sé de espiritualidad lo he aprendido de las cabras, respirando el hedor sagrado que dejan a su paso, oyendo su voz melancólica que llega cargada de oráculos y de ecos de las tragedias griegas bajo el siroco. El sonido de cabras infundió hondura a la lírica de Anacreonte, a las historias de Herodoto, a la moral de Séneca, al rigor de Suetonio, y contra la nuca de Pablo de Tarso soplaron sus balidos derribándolo del caballo a las puertas de Damasco, y de esta forma la luz áspera del desierto llegó hasta el Támesis, donde Shakespeare la recibió con los pies a remojo. El virus que me va a matar ya estaba instalado en los genes de mis antepasados y comenzó a realizar su aciaga labor en mi cuerpo mientras yo era feliz, saltaba charcos, hacía rollos con el humo del cigarrillo, lucía una gabardina blanca de canutillo y adoraba a Rita Hayworth como una forma de inmortalidad; del mismo modo existía ya en los balidos de las cabras milenarias la historia maravillosa que me resta por escribir, llena de dulces dátiles, bombas de racimo, alfombras mágicas, hospitales infantiles bombardeados y toda la crueldad del mundo quemándose en la brasa del cigarrillo. Esto es la cultura. Lo demás es la vida propiamente dicha. De un tiempo a esta parte practico a diario un rito de supervivencia: pienso que todo el pasado se reduce a la hora inmediata que acabo de vivir y todo el futuro se concentra en la hora siguiente que voy a gozar todavía. La eternidad son dos horas entre dos vacíos donde se ahogan los fracasos y los sueños. En la línea divisoria de ese tiempo, con un licor en la mano, a veces oigo balar a una cabra muy mística que me trae toda la cultura con el viento. Después me bastan esos 60 minutos siguientes para creerme héroe o insecto, pero vivo y libre.
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