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Reportaje:

Una noche con el alcoholímetro

Los conductores exhiben reacciones muy diferentes cuando son requeridos por los 'mossos' para soplar

"No bebe nada, seguro. Si es homosexual...", desvela Albert al mosso cuando el alcoholímetro ya ha revelado en su amigo conductor una tasa de 0,46 mg/l, muy por encima del 0,25 permitido, pero aún insuficiente para llegar a la fase de desobediencia a la autoridad. Éste, respetuoso e incómodo, señala a Albert y susurra al agente. "Le acabo de recoger en Sitges y le voy a dejar en Garraf". Albert y su nuevo amigo representan las dos formas de enfrentarse con los Mossos d'Esquadra en un control de alcoholemia.

La liturgia empieza con el balanceo horizontal de la antorcha. Por norma, los músculos faciales de todos los ocupantes del vehículo adquieren una rigidez pétrea. Para el ojo poco entrenado, todos podrían pasar por seminaristas. Al sargento le basta ese intercambio de miradas y un par de frases de cortesía para identificar a un posible infractor. "Desarrollamos mucho el olfato. Por poco que haya bebido, muchas veces lo hueles", aduce el sargento. Un conductor joven no ha pronunciado la frase tipo ("sólo un par de cervezas") con suficiente convicción y es apartado. No lleva consigo el carnet de conducir. De hecho, no se lo ha sacado. "No, el de tu madre no vale", le aclaran.

Un hombre fue denunciado por desorden público tras bajarse los pantalones

La policía sostiene con tozudez que su gorra no impone menos que el tricornio. "Quien nos falta al respeto a nosotros se lo falta a todo el mundo. Entre nosotros hay ex guardia civiles y no se notan las diferencias", afirma el sargento al mando del control de alcoholemia en el peaje de Vallcarca (Garraf), en la C-32, la noche del pasado viernes.

Pocos minutos antes, mientras esperaba a que la tasa de alcoholemia de su amigo bajara a niveles legales, Albert le había enseñado el culo a una agente, que lo traduce en falta administrativa por alteración del orden público y desacato a la autoridad ("está faltando al respeto al uniforme, no a mí", especifica). Al rato, Albert razona que antes de que le incauten la última raya de cocaína que le queda, es mejor metérsela. Razona que es mejor metérsela a metro y medio de la agente, que está tomando notas. Sentada, cuando escucha la vigorosa inspiración y levanta la cabeza, la mosso ve a Albert masajeándose la nariz. "Si le llegamos a pillar, se la carga", puntualiza un agente.

Pasadas las cuatro, Marc, que ha dado negativo, se niega a coger la copia de la sanción por hablar con el móvil. El debate con el mosso se atasca cuando intentan acordar el momento en que descolgó, si antes o después de haber recibido el alto, una cuestión de limitada trascendencia a efectos de sanción. Le sugiere que se la meta en la gorra. También explica que las zonas azules son inconstitucionales y "un negocio de las Koplowitz". Se marcha. El sargento especifica que, al no disponer de aparatos para descubrir la ingesta de drogas, sólo en los casos más evidentes se inmoviliza el vehículo.

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Sobre las cinco, Albert contrasta las últimas tendencias en materia de drogas con otros detenidos e intercambia teléfonos por si quieren "un favor de amigo", en uno de los corrillos de aire festivo que se forman espontáneamente.

Aunque no es fácil alabar a quien te acaba de multar con 600 euros, sólo Marc se refiere a los mossos como "chavalillos sin educación". El resto alaba su corrección. Un policía nacional fuera de servicio, mientras espera a que baje la tasa de alcohol de su acompañante (él tampoco puede conducir: su tasa es aún mayor) dice que les ve "mucho más estudiados que los anteriores". "Son buena gente", sentencia Albert. Y pacientes.

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