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Jamones de búfalo. El ayer y el hoy

Un profesional curtido en los estudios históricos experimenta vivo placer al tropezar con el pálpito del pasado en el testimonio de la traducción oral, en cuanto eco diferido, pero más que nunca veraz, de una experiencia colectiva. Así, por ejemplo, los beduinos del desierto de Sinaí informan con orgullo y casi piedra por piedra acerca de las tradiciones bíblicas de la tierra, y en este caso hasta reinventadas, porque sus antecesores no se establecieron en ella hasta el siglo VII. Su protagonista favorito ha de ser, por supuesto, Moisés: "Por allí se acercó Moisés...", "... junto a estas piedras encontró a la que iba a ser su esposa...". Todo adornado con escolios de propia cosecha, pero sin duda eminentemente plausibles: "Como en aquella época no había mapas y Moisés no era de aquí, pues ocurrió que anduvo perdido, dando vueltas con toda su gente por cuarenta años".

En mi propia niñez tuve ocasión de escuchar de boca de un anciano del barrio sevillano de San Bernardo (el muy popular de los toreros), alejado en dos o a lo más tres generaciones, las tradiciones de la ocupación napoleónica y no por cierto en calidad de oídas ni de testigo, sino hasta de protagonista: "Cuando un francés se adentraba por el barrio, lo agarrábamos entre tres o cuatro y lo tirábamos a un pozo. No había ninguno en San Bernardo que no tuviera en su fondo media docena de franceses".

No en la niñez, sino en mi primera adolescencia, pude escuchar a un pariente lejano sus recuerdos de la guerra de Cuba y sus sufrimientos de pobre quinto enviado al tropical matadero: "Estábamos en las maniguas, unos sitios encharcados de agua, y rara vez veíamos a los insurrectos, pero la tropa se moría de las fiebres de las que yo por suerte me escapé. Además, no podíamos tenernos en pie, porque la única comida que teníamos era un puñado de arroz, que nos ponían en la mano, tal como venía del saco. Después caímos prisioneros de los yanquis, que nos daban jamones de búfalo, pero la mortandad seguía casi igual porque la gente había perdido la costumbre, y aunque nos daban todo lo que quisiéramos, al principio sólo se podía comer muy poquito. ¡Jamones de búfalo!".

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Increíbles jamones de búfalo, de que no he hallado noticia de ninguna otra fuente. Sin duda, un condumio poco católico (seguramente presbiteriano), pero que en aquellas circunstancias era como decir las ollas de Egipto. Mi desdichado pariente no tenía queja alguna contra los que le habían dicho que llamara insurrectos, ni entendía una jota de todo aquel lío de Cuba, y menos aún sabía quiénes eran ni por qué estaban allí aquellos extraños yanquis. Su querella, elemental pero certera, miraba sólo al régimen político que con tan inhumana frialdad había sacrificado una generación de inocentes en las aras de una guerra tan imposible y que no guardaba para sus pocos supervivientes otra condición que la de tristes "repatriados". Repatriados, pero ¿para qué y a qué clase de patria?

Es harto sabido que la guerra de Cuba, reducida hoy en el recuerdo a plataforma de lanzamiento literario para los escritores del noventa y ocho, no fue tampoco ninguna gesta caballeresca por lo que toca a dicho adversario parte yanqui. Alimentada por una prensa azuzadora, con los excelentes pero a lo cínico manipuladores dibujos de Remington (creador del mito pictórico del Far West), bastó para dejar en aquel país una huella de odiosidad antiespañola aún no del todo extinta. Como reza la historia, la invasión de la isla fue también vendida ad intra y ad extra como apostolado liberador de un poder tiránico, que era preciso erradicar de la faz de la Tierra. No se invocaron aquella vez fantasmales armas de destrucción, aunque una España no tan lerda sí hizo patéticamente cuanto tenía a la mano para dotarse de proyectiles-cohete y hubiera podido anticiparse a poseer submarinos modernos si Cánovas y sus gentecillas no hubieran preferido romper en cambio el noble corazón de Isaac Peral. Echó mano para pretexto el ya gigante norteamericano de la voladura del Maine en el aeropuerto de La Habana, acto tan cruel como estúpido, cuando en aquellos días la diplomacia de Madrid se estaba aviniendo a casi lo imposible con tal de obviar ni aun la apariencia del menor casus belli. Años después, la indagación técnica de la marina estadounidense encontraría las planchas del infausto crucero dobladas hacia fuera como producto de una explosión interna, causada alegadamente por una combustión espontánea del carbón almacenada en los pañoles y que, como todo el mundo sabe, tiene una curiosa afición a encenderse él solo.

La joven república norteamericana no fue ninguna ursulina en su hipócrita actuación, y el presidente Mc. Kinley hasta lloriqueó por tener que tomar en peso el civilizar y hasta hacerse cargo de la "cristianización" (lo decía en serio) de las Filipinas, tarea de suma urgencia que tomó exactamente cincuenta años de dominio colonial, mientras que la suerte definitiva de Puerto Rico permanece aún irresuelta. El curso de la historia puede ser visto, si se quiere, como una gigantesca acta de acusación contra la especie humana de todos los tiempos, pero aun así se dan grados, estilos y resquicios, igual que un amplio margen para lamentar la falta de imaginación en no renovar, al menos, el gastado repertorio de las jugadas tramposas. La suerte del vencido (Vae vict is!) ya sabemos ha sido siempre indeciblemente triste y con harta fecuencia un asumido desvanecerse en la negrura de la esclavitud o de la muerte en olvido. Claro, que hoy están ahí los acuerdos internacionales de Ginebra y benditos sean mil veces, si bien no dejan de ser a priori irrealistas e insuficientes en su intento de paliar algo tan radicalmente inhumano, porque ¿cómo poner vallas al campo en lo que comienza por ser la excepción de toda norma moral a la tecnificación de la sangre y el fuego? No son gran cosa que digamos y hoy suena a un desactualizado humanitarismo de chistera y levita, pero aun así, de algo sirven, a la espera del día en que la humanidad sea capaz de proscribir la irracionalidad criminal de toda guerra. Los tales acuerdos son en todo caso mejor que nada y la prueba es la forma como el poder pone hoy tanto cuidado no en llevarlos a cabo, sino en violarlos. Debido a la alta demanda de esbirros y verdugos, que solían trabajar por cuatro cuartos, se han puesto esta temporada carísimos, pero como hacen falta para que el uniforme no tenga que empeorarse en trabajos indignos, es de sentido común no mirar en gastos.

Las convenciones ginebrinas, por lo demás, ni siquiera existían cuando nuestros soldados de Cuba recibieron en su cautividad un trato razonablemente humano, y hasta abundancia de jamón, aunque fuera de tal vez no muy sabroso búfalo. No hicieron falta las tales porque versan sobre aspectos de la conducta humana que por lo aborrecible se condenan por sí solos ante una decencia elemental en todo lugar y tiempo. No hubo en aquella contienda cubana odio ni ensañamiento contra los vencidos, aunque es de sospechar que quizás ayudase el que éstos no fueran negros, indios ni musulmanes. Una vez depuestos los maquiavelismos con la victoria de unos y la derrota de otros, actuó una sensibilidad no prescrita, pero per se adversa al sufrimiento inútil. Y esto sólo porque (contra Calvino y contra nuestro Mateo Alemán) no es tampoco cierto que el ser humano indefectiblemente haya de elegir siempre los caminos del Mal.

Son puras reflexiones de base, que han funcionado a la inversa en la guerra que hoy envilece a una superpotencia en su deliberado rechazo de toda responsabilidad moral ni histórica. Pura fuerza bruta e irracional servidumbre o arrastre al Mal por el Mal, sin que de un modo de veras espectacular sea posible alegar el furor del combate ni las imposiciones del prosaico c'est la guerre. No son directrices tácticas, sino fríamente políticas y dictadas con todo conocimiento de causa por gobernantes desde el cómodo aislamiento de sus gabinetes a miles de kilómetros. No hay ninguna filosofía profunda ni, en otro sentido, motivo tampoco para la sorpresa. La evidencia innegable ha encrespado a un mundo que no debiera haber visto en ella sino el lógico correlato de una bancarrota linealmente iniciada con el regreso a la jungla que suponen la guerra preventiva, el desprecio a los organismos internacionales y el engaño del propio pueblo. Violencias y atrocidades a manos llenas, pero en todo caso trivializadas por la suprema obscenidad del atentado irreparable y calculadamente pasivo contra el espíritu de todo un pueblo en su patrimonio y riquezas culturales. Nada de medias tintas ni de fruslerías: ya está bien de semejantes lindezas de la vieja Europa, y viva para siempre el petróleo, que es lo que allí cuenta.

Es preciso recalcar que no nos movemos en ningún plano de sutilezas. Lo que desde hace un año vive el planeta es pura regresión infrahumana sin restricciones ni paliativos. Moral y Derecho reducidos oficialmente a polvo por fiat de la bota militar del más fuerte. Incapaces de arrepentimiento ni aun de aprender la dura lección del fracaso, sus muy específicos inspiradores se cubren de ridículo en ejercicio de lo que creen un cosmético damage control y no son más que insultos a la inteligencia del mundo. Ya ven ustedes, todo se reduce a la imposibilidad de controlar a un puñado de indeseables de ambos sexos, conforme a la sabiduría popular del torero en aquel su axioma de que "hay gente pa to" (y mucho más, claro está, en la guerra). No es sino lo que, tras mucho rodar por la historia, terminó por definirse como receta hitleriana de la gran mentira, tanto más fácil de creer cuanto más desaforada. Sólo que para eso hace falta un pueblo fanatizado de arriba abajo, y en este caso no se dispone, todo lo más, ni de un cincuenta por cierto dentro de casa y de un número muy inferior fuera de ella. La otra pinza son florecillas leguleyas como la de irse con sus ergástulas a Guantánamo, donde por no ser sino suelo arrendado (a la pura fuerza) no rigen las garantías legales de su nación. El trabajo en la hoja de parra no es tampoco nada nuevo bajo el sol, pues, sin ir más lejos, ahí estuvieron nuestros inquisidores con el uso de torturas que no implicarán derramamiento de sangre y su formularia recomendación de que no se empleara violencia con los que relajaban al brazo secular para morir en la hoguera, evitando así los cánones que en tal caso inhabilitara con irregularidad para sus funciones sacerdotales. Cosas todas ellas de eficaces chicos listos, tan alimentados a los pechos de esos think tanks eufemísticamente etiquetados de conservadores, como en la otra instancia producto de las ortodoxas aulas de la más altiva escolástica.

El dejà vu de la historia puede mostrarse insobornablemente procaz y molesto. Porque han pasado cien años largos, ¿y quién iba a pensar que terminaríamos por añorar al rubendariano Teddy Roosevelt y sus jamones de búfalo?

Francisco Márquez Villanueva. Harvard University

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