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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Estación de lecturas olvidadas

La operación de leer con provecho es tarea más ardua de lo que parece, de lo contrario José María Aznar no habría demostrado en su última aparición que de nada le sirvieron Azaña, Cernuda, ni Ana Botella

Leer

Ningún editor aspira a perder dinero, entre otras cosas porque una práctica continuada de esa clase llevaría a cerrar el negocio, pero son muchos los escritores que sólo aspiran a ganarlo. Y ahí no falla. En cuanto alguien sobrepasa en ventas la tirada media, se enreda en fastuosas disquisiciones acerca de la falacia que supone distinguir entre alta cultura y refritos de temporada. Hasta hay quien asegura que, al fin y al cabo, Shakespeare era un jovencito alocado que escribía algo parecido a las teleseries rodeado de estiércol. Distraer la atención hacia la figura del autor para obviar su obra es artimaña propia de quien sabe que su éxito depende de la renuncia a intentar el gran estilo. El segundo argumento, si así hay que designarlo, es el de la envidia. Se me detesta porque vendo, vienen a decir, como si algún escritor digno de ese nombre tuviera que resignarse a reclutar a sus lectores entre los adictos a Tómbola.

El gesto leído

En una fascinante entrevista con Truman Capote, publicada hace algunos años, Al Pacino rememoraba algunos pasajes del rodaje de la primera parte de El Padrino, donde se encuentran jugosas reflexiones sobre su obsesión por observar la manera de actuar -en vivo y en directo- del ahora difunto Marlon Brando. Es una auténtica ordalía de momentos clamorosos, en los que el mismo Al Pacino, que no es cosa de broma, admitía que sus famosas dieciséis maneras distintas de mirar en una escena de un par de minutos, crucial en la película, se los debía a su insistencia en fijar su mirada en Brando mientras se movía entre los decorados antes de mostrarse a la insolencia de la cámara. Descubrió la potencia del gesto de apariencia inmóvil, mientras el cuerpo se dispone mentalmente a saltar sobre su presa. Y que el desdén de la mirada de Brando era selectiva, pero muy diversa. Así que recurrió a ese repertorio para construir una de las escenas más cargadas de emoción de la historia del cine. Con los ojos portátiles.

Y el desleído

No voy a leer ahora el tocho autobiográfico de Alfonso Guerra, ni creo que lo haga tampoco el próximo verano. Primero, porque ya leí algo suyo, y me quedé esgarrifado. Y segundo porque no quiero sufrir el daño colateral que implica lectura de esa clase. De alguien que tiene dicho, no siendo ya adolescente, que la ventaja de leer poesía es que puedes referirte al surtidor del estanque en términos de "Cómo mana el agua de esa fuente" en lugar del más rústico "Menudo chorro de agua que echa", no pueden esperarse observaciones de mayor enjundia, ni poéticas ni de cualquier otra clase. Sorprende, sin embargo, que haya sustituido (a la vejez, viruelas), a su querido Antonio Machado por Luis Cernuda. Al menos en titulares. Porque cuando el tiempo nos alcanza es un dictum de Cernuda. Algo sí ha progresado el Guerra.

Lecturas de verano

A lo mejor no ha aparecido todavía el listado de todos los veranos, porque con este calor es que no se puede estar al tanto de todo. Pero resulta escalofriante, en general, la relación de los libros que los políticos de primera línea se disponen a hojear en sus merecidas vacaciones. Ahí, todos son un poco José María Aznar, en el sentido de que no siempre están bien orientados por unos asesores que bastante tienen con lo suyo como para sugerir, encima, los títulos de tres o cuatro lecturas pendientes a cumplimentar en la hora de la siesta. Al margen de que leer en verano puede producir reacciones adversas no del todo especificadas, ocurre que siempre se trata de lo mismo. Alguna biografía (o, lo que es peor, autobiografía) de alguna gran persona, algo distraído sobre el recalentamiento del planeta y grácil poesía para pasar de la vigilia al sueño y roncar a pierna suelta.

El oído

también lee

Como es natural, en una conducta tan estúpidamente compleja como la del ser humano, el ojo no es el único órgano capacitado para la lectura. Dejemos el tacto a un lado, porque tampoco se trata de contar guarradas. Pero el oído es un instrumento finísimo para reproducir una escena, tumbado en la playa, al hilo de las palabras que transporta el viento. Incluso, en las ocasiones más afortunadas, es posible hacer acotaciones imaginarias que sitúan con toda precisión el lugar y el gesto de los protagonistas, hasta el punto de que sólo la pereza impide muchas veces la decisión de incorporarte para sugerir que la chica rubia debería situarse algo más a la derecha, que al marido le vendría mejor un tono algo más templado, que el abuelo debería respirar con menos soltura, que la suegra tendría que intervenir más y que resulta necesario, en fin, repetir el ensayo desde el principio.

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