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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Imperialismo sin Imperio

Enrique Gil Calvo

Desde la invasión de Irak arrecia sobre nuestras librerías la lluvia de novedades sobre el nuevo imperialismo estadounidense. Y es que la cosa no es para menos pues, como reacción al 11-S, Estados Unidos ha emprendido una política de inequívoco militarismo imperial. Pero ¿hasta qué punto se puede hablar con propiedad de auténtico imperialismo? En realidad, más que de imperialismo hay que hablar de neocolonialismo. No hay verdadero imperialismo porque Estados Unidos no pretende ocupar de modo permanente los territorios conquistados sino sólo someterlos a su influencia política. Pero sí hay neocolonialismo porque esta hegemonía se dispone al servicio del gran capital estadounidense, quedando excluidas del festín las multinacionales asiáticas o europeas. Y en este sentido, como demuestra el libro de Rashid Khalidi (historiador estadounidense de ascendencia palestina), la política neocolonial de Washington en Oriente Próximo, redoblada tras la caída del imperio soviético, no hace sino sustituir y suceder al colonialismo francés y británico que se instaló en esa misma área casi cien años antes, tras la disolución del Imperio otomano. Sin embargo, cuando los franceses dominaban Damasco y los ingleses Bagdad, los estadounidenses les criticaban reclamando el principio de autodeterminación, precisamente promovido por su presidente Wodrow Wilson. Entonces ¿cómo explicar que el anticolonialista Estados Unidos se haya hecho hoy el principal promotor del imperialismo neocolonial?

Hay tres formas de explicar este imperialismo sobrevenido. La primera, heredera del viejo antiimperialismo de los sesenta, se basa en la teoría conspiratoria de la historia, al sostener que Estados Unidos siempre ha actuado como imperialista según viene denunciando Noam Chomsky desde hace 25 años. Y todavía hoy continúa insistiendo en esa misma línea con más ardor que nunca, como prueba su último libro escrito contra la nueva estrategia de Seguridad Nacional decretada por la Casa Blanca en septiembre de 2002. Pero no es el único en hacerlo, pues otros muchos académicos estadounidenses también critican acerbamente el oscurantismo militarista del Pentágono. Es el caso del último libro de Chalmers Johnson, politólogo de amplia trayectoria iniciada con un influyente análisis sobre el cambio revolucionario. Después se especializó en relaciones internacionales, convirtiéndose en un experto sinólogo lo que le hizo ser reclutado como analista por la CIA. Y tras conocer las interioridades de esta siniestra organización, ha publicado demoledores análisis del imperialismo estadounidense. El anterior (Blowback, 2000) se hizo célebre por denunciar el efecto boomerang de un desorbitado militarismo sin control. Y este de ahora viene a continuarle, extendiendo su análisis a la actual invasión de Irak que caracteriza a Estados Unidos como un insuperable Estado canalla.

Pero siempre hay otra forma

de ver las cosas. Es el caso de aquellos autores como Michael Walzer o Robert Cooper que defienden las intervenciones militares de Estados Unidos como necesarias para respaldar el universalismo de los derechos humanos, hoy amenazado por los Estados canallas o por las redes terroristas que anidan en los Estados fallidos. Es lo que Michael Ignatieff ha denominado imperialismo light, que sólo interviene como derecho de injerencia ante violaciones masivas de los derechos humanos y cuyo objetivo último sería la modernización y democratización (nation building) de los regímenes tribales, feudales o totalitarios. De este modo habría dos imperialismos estadounidenses: uno malo, en tanto que agresivo y unilateralista, como el practicado por los actuales halcones del Pentágono; y otro bueno, en tanto que liberal y multilateralista, como el que practicó el demócrata Clinton bajo la autoridad de la ONU. Pero admitir esta esquizofrenia de la política exterior estadounidense supondría pecar de ingenuidad. Como han advertido los principales expertos actuales (Gabriel Kolko, John Ikenberry, Phillip Bobbit, John Mearsheimer, Andrew Bacevich o Neil Smith) no existe más contradicción entre la política exterior de los republicanos y los demócratas que su grado de franqueza o de cinismo. Es verdad que, desde los tiempos de Roosevelt, los demócratas tienden a buscar el consentimiento y la cooperación de las organizaciones internacionales que ellos mismos han creado a su medida. Pero en caso de necesidad o conveniencia, no dudan en romper sus propias reglas, imponiendo su acción unilateral.

Es lo que de siempre ha defendido la maquiavélica escuela de realismo político que inspira la filosofía del Departamento de Estado. Pero mientras los realistas explican este expansionismo militar por pura geoestrategia planetaria, los neomarxistas prefieren interpretarlo de acuerdo a una doble lógica imperialista que es a la vez tanto territorial o geoestratégica como económica o neocolonial. Y es en esta línea donde destacan los dos libros que restan. El de Álex Callinicos es un excelente resumen de los actuales análisis sobre el imperialismo yanqui. Y el de David Harvey (curiosamente inspirado en Hannah Arendt) se centra en la conquista del poder en su dimensión espacial y territorial, definiendo la actual expansión del capitalismo estadounidense como una acumulación por desposesión, fundada en la expropiación y privatización de los recursos locales y globales.

El general Colin Powell, en el Pentágono el día en que comunicó la orden de invadir Panamá, en diciembre de 1989.
El general Colin Powell, en el Pentágono el día en que comunicó la orden de invadir Panamá, en diciembre de 1989.AP

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