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En el filo de la navaja

Dicen que las sociedades actuales se han convertido en sociedades del espectáculo: todo, desde la actividad política hasta las posturas antisistema más radicales, existe básicamente como espectáculo. Y en esa atmósfera la crítica intelectual ha hecho mutis por el foro. Parece que a lo más que aspira es a disfrazarse de moro contra los cristianos, o de cristiano contra los moros, en una comedia de buenos y malos, de guardias y ladrones, de derechas e izquierdas, de progresistas y reaccionarios. Poco más. Y desde luego habiendo olvidado el aviso de Adorno y Horkheimer de que los dioses depuestos por cualquier Ilustración tienen vocación de volver a aparecer en escena disfrazados de cualquier otra cosa.

En este ambiente se ha instalado como discurso políticamente correcto -entre otros muchos también correctos- el discurso del cambio. Hace falta una segunda transición. Los marcos jurídicos están para cambiarlos. No se puede sacralizar nada, ni declarar nada invariable. Todo es digno de reforma. Todos están a favor de reformar algo: los estatutos de autonomía, la Constitución, el concepto de Estado, el Pacto de Estabilidad, los modos de hacer política, la relación de las autonomías con el poder central y del poder central con las autonomías, la situación de Euskadi con o en España -vaya usted a saber- o la relación de Cataluña con el Estado. Nada debe permanecer como está. Todo está sometido al cambio. El cambio es el valor invariable, como lo es el autogobierno, a expensas de todos los demás valores democráticos.

Esta celebración, tan correcta ella, del valor del cambio olvida, por supuesto, que el orden, cierta estabilidad, un mínimo de permanencia es la condición indispensable, el presupuesto necesario de todo cambio. Olvida que el cambio sin orden que lo sustente es simplemente caos y que en él lo único que manda es el poder bruto, la fuerza descontrolada. Una propuesta de cambio que se nutre del cuestionamiento de cualquier presupuesto está abriendo las compuertas al ejercicio de la fuerza. Quienes promulgando el valor primigenio del cambio sobre todo lo demás pretenden colocar a la sociedad en una situación constituyente permanente debieran recordar cómo un intento semejante condujo a Carl Schmit, con estricta lógica, a proclamar la situación de guerra virtual con el otro como fundamento de la política; a exigir la situación de excepcionalidad para la ejecución de la política, la dictadura como forma excelsa de la política y el milagro como categoría central de la teología política.

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La celebración del cambio oculta, además, sus propios condicionamientos. La fe en el cambio se juzga exclusivamente desde la intención bondadosa que lo conduce: la mejora del bienestar de los ciudadanos, mientras que subrayar el valor de la permanencia, de la estabilidad, no hace más que ocultar intereses -de poder, económicos, culturales-. Para la fe en el cambio no valen los análisis de Habermas acerca del interés que guía todo conocimiento: eso sólo vale para los otros, para los defensores del orden.

A pesar de esta atmósfera de espectáculo y de culto al cambio que nos invade, puede ser de interés rescatar del olvido, o del desconocimiento, un término que un pensador poco conocido entre nosotros acuñó hace muchos años, a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado, para caracterizar la situación de las sociedades modernas: la indefinición, la indeterminación ("die Unbestimmtheit", Arnold Gehlen, Die Seele im technischen Zeitalter, El alma en la era técnica). La física moderna ha convertido al mundo, al universo, en algo inimaginable. La división del trabajo y la especialización técnica han hecho que la sociedad sea incomprensible de tan compleja que se ha vuelto. Es lo que parece querer decir la frase de la dificultad de hacerse un mapa cognitivo para transitar por los complicados vericuetos de la compleja sociedad que nos ha tocado vivir.

Es sabido que el trabajador de la industria manufacturera ha perdido la relación de su trabajo con el producto final. Es menos sabido que, al hilo de la desvinculación anterior, se ha producido una dislocación más profunda: entre los actos del sujeto y lo que a ese sujeto le acontece. Y la falta de vínculo alguno entre ambos polos hace imposible desarrollar algún sentido de responsabilidad, construir una personalidad moral.

De la mano del mismo proceso viene el vaciamiento progresivo de todas las estructuras sociales significantes y su llenado con el subjetivismo que se desparrama por todas partes, como el agua sin continente alguno, en el consumismo: de bienes materiales, de explicaciones psicológicas sin fin y para todo, de sentimientos, dando lugar todo ello a la pleonexia. En este contexto todo se convierte en arbitrario: se puede afirmar una cosa y la contraria, hoy A y mañana B. La verdad no es que se haya convertido en relativa, sino en meramente situacional, perspectivista, subjetivista, sin sujeto que la soporte ni objeto que la limite, porque a nadie se le pueden pedir cuentas. Nada tiene sentido objetivo, nada está fijado, todo está en flujo, todo es mero experimento, método, sin que se pueda decir nada, ni en la ciencia ni en la ética, o cada vez menos, de los fines. La racionalidad metodológica -M.Weber- es la única que ha sobrevivido a la quema. Todo es indefinido, indeterminado. No hay límites que den forma a nada: al no haber fronteras ni límites, tampoco hay continente ni contenido. Es el desparrame total, el espectáculo en su pura esencia, la celebración de la violación de lo sagrado cuando no queda nada sagrado que profanar ni violar.

En este contexto, el correctísimo discurso del cambio no es sólo correcto políticamente, sino que, lejos de ser crítico con algo, es reflejo directo y manifestación clara de la estructura fundamental de la cultura moderna, científico-técnica-industrial, una de cuyas manifestaciones, que no la causa, es el capitalismo consumista (Daniel Bell). Pero lo que debiera preocupar a los espíritus críticos -no sé si a los progresistas y a los autodenominados izquierdistas- no es sólo la falta de conciencia de los condicionantes propios del discurso del cambio, sino el hecho de que, acompañando a ese discurso, y como para dar sensación de una sustancia inexistente, aparecen términos como los de pueblo, nación -no precisamente en el sentido del Abbé de Sièyes-, derechos lingüísticos, diferencia, identidad, derechos colectivos, que no solamente poseen la polisemia inherente a todo vocablo de cualquier lenguaje humano, sino que además participan plenamente de la indeterminación e indefinición característica de la sociedad consumista y pleonésica.

Claro está que es precisamente esa indeterminación la que permite, e incluso impulsa, el uso fácil, instrumental y táctico de esos y parecidos términos. Sin embargo, ello no debiera eximir a los espíritus críticos de plantearse algunas cuestiones fundamentales relativas a esos conceptos. Convendrá recordar, por ejemplo, cuál ha sido históricamente su uso, al servicio de qué legitimaciones han estado; hasta qué punto esos términos no aportan más que la reproducción del sistema existente, de ninguna forma su crítica ni impulso para su transformación. Quizá alguien llegue a preguntarse por el apoyo instrumental que el uso de ese lenguaje presta a la construcción de un determinado imaginario en las mentes de grupos sociales que, en condiciones determinadas, terminan decidiendo de forma eruptiva -aunque se le llame plebiscito, referéndum o consulta popular- el significado de los mismos.

Todo ha llegado a formar parte del espectáculo: las palabras, los conceptos, los medios, los fines, los valores, la crítica. Todo es pose, pura fachada, mero juego táctico al servicio de fines innombrables o inexistentes. El espectáculo se ha comido a la ideología y a la crítica. El discurso del cambio es parte del espectáculo: que no se detenga la fiesta. Aunque en el camino se pierda la comprensión misma de la política como construcción de unidades cada vez más amplias que, respetando la diversidad y a partir de su tensión enriquecedora, sean capaces de organizar proyectos de convivencia comunes, y en lugar de ello se llegue a afirmar que el principio fundamental de la política es el de secesión. Si don José Ortega y Gasset levantara la cabeza...

Joseba Arregi es ex parlamentario vasco del PNV.

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