De la violencia laboral a la democracia industrial
En España cada día mueren cinco trabajadores y aquí no pasa nada. Son obreros sin rostro cuyo injusto final casi siempre se sella con el silencio informativo. La violencia laboral destruye más vidas que el terrorismo y la violencia doméstica, pero no hay alarma social sobre los modelos empresariales de organización del trabajo que son directamente responsables de esta catástrofe cotidiana. Mientras en España mueren 14 obreros por cada 100.000 trabajadores, en Suecia mueren dos y en Francia, seis. Si tenemos el mayor índice de siniestralidad laboral de la UE, es porque tenemos el peor sistema de democracia industrial.
Como en la Divina Comedia de Dante, el infierno de la violencia laboral también tiene sus círculos. El primero está formado por los muertos en el trabajo. En el segundo se hallan miles de siniestrados con vidas destrozadas por accidentes que provocan enfermedades o amputaciones permanentes. En los otros círculos están los inmigrantes explotados, los trabajadores de la economía sumergida, los obreros de las subcontratas, los jóvenes con contratos precarios, los despedidos y prejubilados por empresas que consideran que los beneficios obtenidos son insuficientes, los expulsados o excluidos del empleo, especialmente los 511.200 hogares con todos sus miembros activos en paro. Más de seis millones de españoles sufren la violencia laboral y no incluyo en esta cantidad el creciente número de personas que experimentan acoso psicológico en el trabajo, horarios laborales excesivos y nuevas formas de autoritarismo empresarial. Se da la paradoja de que los españoles que se han ido incorporando al mercado laboral en los años 80 y 90, los de mayor consolidación de la democracia política, son los que están más indefensos al haber tenido que introyectar como algo natural el miedo y la impotencia en las empresas. Por eso en España hay un fuerte desajuste entre democracia parlamentaria y democracia industrial.
¿Va a iniciar este Gobierno un ciclo de democracia industrial en España?
Con tasas de precariedad del 30% y tasas de paro del 11%, nuestro país presenta los peores indicadores laborales de la UE. En los últimos años, el 90% de los empleos creados son contratos temporales, muchos de ellos en constante rotación. Las prejubilaciones se utilizan para reponer mano de obra con menos derechos. La generación mejor preparada de la historia de España suele tener contratos propios de un nuevo proletariado de cuello blanco, por no hablar de los jóvenes obreros víctimas del fracaso escolar que no deja de crecer. El cine de Loach o de Fernando León nos ha mostrado que la clase obrera no sólo existe, sino que se degradan sus condiciones de vida. Hasta un liberal como Dahrendorf ha escrito textos muy ilustrativos sobre "el nuevo subproletariado".
La violencia laboral incide en la disminución de la natalidad y en la débil atención a los hijos que genera fracaso escolar y ausencia de pautas educativas mínimas. Además refuerza la economía sumergida, que ya representa el 21% de la producción, y el fraude fiscal. Sus efectos económicos son perversos: entre 1996 y 2003, la siniestralidad provocada por la precariedad costó 96.000 millones de euros. La relación entre horas perdidas por accidentes laborales y por huelgas ha sido de uno a diez en varios años de este periodo.
El cambio de Gobierno debe suponer el inicio de un nuevo ciclo de relaciones laborales basado en lo que la OIT denomina el trabajo decente. Se necesitan leyes y, sobre todo, nuevos instrumentos que impidan la extensión de la siniestralidad y la precariedad laboral. Los temas a abordar son amplios: subcontratación, economía sumergida, doble escala salarial, fortalecimiento de la fiscalía de delitos laborales y de la inspección de trabajo, acción sindical en las pymes, reinversión de los beneficios en empleos, cogestión, producción ecológica, fraude fiscal, deslocalización, reducción de la jornada, conciliación de la vida laboral y familiar,etcétera. El Gobierno tiene que fijar una orientación clara y precisa en este ámbito y no debe limitarse a ratificar los acuerdos entre patronal y sindicatos, pues la correlación de fuerzas es muy desigual. En estos casi tres decenios de democracia hemos visto cómo el poder político ha establecido su soberanía sobre el poder militar y el poder eclesiástico, pero no ha logrado ejercerla sobre el poder económico y empresarial que más bien lo ha cooptado. Éste es el principal déficit democrático que sufre nuestro país. Resulta obsceno contemplar la relación entre aumento de beneficios de empresas y bancos y deterioro de las condiciones de trabajo. ¿Va a iniciar este Gobierno un ciclo de democracia industrial en España?
En una interesante entrevista publicada en EPS el 2 de mayo, Sol Alameda le decía a la vicepresidenta del Gobierno que los ciudadanos piensan que quienes mandan en los políticos son las grandes fuerzas económicas y empresariales. La respuesta fue clara y contundente: "Hay que demostrar que no. Los que mandan son los ciudadanos. Son los titulares auténticos del poder.
Pero con la precariedad laboral no es posible elegir con libertad. Nuestro reto como Gobierno es ofrecer a los ciudadanos los instrumentos precisos para que puedan ser realmente dueños de sus vidas. Sin autonomía no hay libertad, y sin libertad no hay igualdad". Cuando leí estas afirmaciones, creí que estaba ante un relato de ciencia-ficción. Deseo fervientemente que sean verdad. Dentro de cuatro años podremos verlo mediante el análisis de unos datos muy simples: ¿cuántos obreros morirán cada día durante el último año del Gobierno socialista?, ¿cuántos millones de españoles habrán salido de los círculos del infierno de la violencia laboral?
Rafael Díaz-Salazar es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de Trabajadores precarios. El proletariado del siglo XXI.
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