"Escribía sólo para mí. Por eso no consigo ver la escritura como un trabajo"
Erri de Luca (Nápoles, 1950) fue militante de la extrema izquierda italiana, obrero de la Fiat, albañil, mozo de almacén y camionero en África. Durante la guerra de Bosnia condujo convoyes humanitarios. Aprendió de forma autodidacta el hebreo y el yídish y publica regularmente traducciones de libros de la Biblia. Su primera obra apareció en 1989, pero siguió en la albañilería hasta 1996. Es actualmente uno de los autores más leídos en Italia y Francia y colabora con artículos de política y alpinismo en diversos periódicos.
PREGUNTA. Usted nació y creció en el Nápoles de la posguerra.
RESPUESTA. Viví en Nápoles hasta los 18 años. Nápoles tenía la mortalidad infantil más elevada de Europa y los niños eran provisionales, sólo empezaban a ser tenidos en consideración cuando se ganaban la supervivencia. Empezaban a trabajar muy pronto, a los cinco o seis años, y entonces eran ya vistos como personas. Cada vez que moría un niño, las campanas de las iglesias tocaban a fiesta, porque, decían, un ángel había sido llamado al cielo. Yo era un niño privilegiado en mi barrio, Montedidio. Yo podía ir al colegio porque mi familia era de clase media. Eso me procuraba un poco de incomodidad.
"Hoy la política es una rama menor de la economía y estoy al margen. Voy a manifestaciones, pero por vicio"
"Por educación sentimental entiendo la fundación de los sentimientos principales: la vergüenza, la cólera"
"Mis historias proceden de recuerdos repentinos. Tiendo a olvidarlo todo, y cuando me brota algo de la memoria me apetece hacerlo durar"
P. Usted, además, era medio americano.
R. Nápoles era base de la Sexta Flota de Estados Unidos y, por tanto, era el mayor burdel del Mediterráneo. Los americanos mandaban sobre una ciudad rendida. Y yo, cuanto más crecía, más me parecía físicamente a ellos. Me llamo Harry, como mi tío, el hermano de mi padre. Eran hijos de una americana que llegó a Italia a principios del siglo XX y se casó con un napolitano. Teníamos nombres como Harry o Willy. Nuestros nombres eran americanos, distintos.
P. ¿Eso era un problema?
R. Ése era el principio de una exclusión. Al fin decidí excluirme del todo y a los 18 años me fui de casa, de la familia, hacia Roma. E italianicé mi nombre.
["Harry", en boca de un italiano, no suena como "Jarri", sino como "Erri"] El Nápoles que yo recuerdo ya no existe, la mortalidad infantil es baja, los americanos se han ido y los peones camineros son inmigrantes.
P. ¿Se siente napolitano?
R. Yo soy de aquel lugar, pero no me siento hijo de aquel lugar, sino extraído de él. Aquella ciudad, para mí, no es madre, sino causa. Pero toda mi educación sentimental se desarrolló ahí. Y por educación sentimental entiendo la fundación de los sentimientos principales: la vergüenza, la cólera.
P. ¿Sus ideas políticas proceden también de Nápoles?
R. Digamos que allí recibí los primeros golpes. Fue en 1967, en mi primera manifestación. Los de la cabecera, expertos en esas cosas, se dispersaron cuando cargó la policía, y yo, que no sabía, me encontré en medio de la refriega. Fue el acto inaugural. Luego seguí manifestándome por Italia y por otros países hasta 1980, cuando terminó mi participación en la izquierda revolucionaria. En otoño de 1980 trabajaba en la Fiat, como obrero especializado, con tornos y fresas a mi cargo. La dirección decidió despedir a 24.000 obreros de Mirafiori, la factoría más grande de Europa. Yo estaba entre ellos y ésa fue mi última batalla: permanecimos 40 días ante las puertas de la Fiat, en un empeño de resistencia destinado a conseguir que a la empresa le salieran caros los despidos. Al final, nos dispersó la policía, y ahí acabó todo.
P. ¿Cómo fue a parar a Fiat?
R. Porque mis opciones laborales eran bastante limitadas. Carecía de estudios universitarios e incluso de título de bachillerato, porque abandoné el Liceo Francés antes de terminarlo. Por otra parte, yo había sido militante, y jefe del servicio de orden, de una organización revolucionaria llamada Lotta Continua, disuelta en 1976. Los obreros eran mi gente y parecía más lógico trabajar en una obra que como vendedor. Y al cabo de un tiempo uno se encuentra con que sólo puede hacer lo que sabe hacer, albañilería y metalurgia, en mi caso. Uno se convierte en obrero por necesidad, no por vocación. Los únicos vocacionales fueron los curas-obreros de los años sesenta y setenta, que necesitaban ganarse el derecho de palabra en aquellos ambientes para evangelizar el mundo del trabajo. Los demás éramos todos forzosos.
P. Usted escribía ya.
R. Siempre me ha acompañado la escritura, desde pequeño. El hecho de escribir antes o después de la jornada laboral me daba una satisfacción diaria: una parte de mis energías me la quedaba para mí, no la vendía.
P. ¿Escribía en secreto?
R. Sólo para mí. Escribía tranquilamente mis historias, las reescribía... Por eso no consigo ver la escritura como un trabajo: era todo lo contrario, la parte de cada día que salvaba para mí.
P. ¿En qué momento descubrió la Biblia?
R. Mi trabajo era bastante embrutecedor y quería estudiar algo que complementara la escritura. Empecé a leer la Biblia y me gustó aquella colección de historias porque no buscaban la complicidad del lector, eran remotas, no venían hacia mí, exigían que yo me desplazara hacia ellas. Después de 1980, cuando dejé la Fiat y la izquierda revolucionaria y volví a la albañilería, se creó como un vacío a mi alrededor. Había perdido mi comunidad, sólo quedaba el trabajo. Por otro lado, había aprendido latín y griego en la escuela y no me asustaba enfrentarme con una nueva lengua. Conseguí una gramática de hebreo antiguo y aprendí. Cada mañana me levantaba antes que mis compañeros para pasar un rato con la Biblia y el hebreo antiguo, y eso me salvaba. Tengo una deuda de gratitud muy grande con esa lengua. Es una deuda física, no espiritual.
P. Y mantiene ese rito del hebreo.
R. Sí, siempre, todas las mañanas, al levantarme. A veces traduzco, otras me limito a leer.
P. Pero no cree en Dios.
R. Soy no creyente. Me enfrento cotidianamente a esas páginas, convivo con esos nombres, pero permanezco fuera. Algún día podrían cambiar las cosas, aunque lo dudo, porque llevo ya muchos ejerciendo cada día de no creyente.
P. ¿Y el alpinismo? ¿De dónde sale su afición a la montaña?
R. Sale de la infancia. Mi padre hizo la guerra con la infantería alpina, y mi tío Harry era tuberculoso y pasó largas temporadas en un sanatorio de montaña. Ambos relacionaban las cumbres con la salud y de niño me enviaban con frecuencia a pasar vacaciones en la montaña. Después de dejar la Fiat, en los ochenta, mi salario de albañil no daba para mucho, y comprobé que lo más económico era la acampada en el monte. Empecé a aprender a escalar, y eso se convirtió en mi pasatiempo físico.
P. Tenía usted treintaytantos años y nunca había publicado nada. ¿Cómo se convirtió en escritor para alguien más que usted mismo?
R. Ocurrió por casualidad. En 1989 me encontraba en Milán, convocado por el juez en el proceso Calabresi [el juicio por el homicidio del comisario de policía Luigi Calabresi, por el que fueron condenados varios miembros de Lotta Continua] y hospedado en casa de una amiga, que como yo había pertenecido a Lotta Continua. Esa amiga acababa de conseguir un empleo de secretaria en la editorial Feltrinelli. Vio que escribía con frecuencia en un cuaderno. Un día, durante una de las sesiones del juicio, fotocopió el cuaderno y entregó las copias a uno de sus jefes. Me propusieron comprarme el texto para editarlo como libro y dije que sí. No se me ocurrió pensar que de pronto me había convertido en escritor. Mi primera obra, Non ora, non qui, se publicó en 1989 (Aquí no, ahora no, traducido al castellano por Akal en 2000). Y seguí trabajando como albañil o en empleos ocasionales hasta 1996, cuando comprobé que los libritos y los artículos para la prensa me proporcionaban unos ingresos estables y suficientes.
R. Mis historias proceden de recuerdos repentinos. Tiendo a olvidarlo todo, y cuando me brota algo de la memoria me apetece hacerlo durar. La mejor manera de que dure es escribir, lo cual me permite estar, por un tiempo, en compañía de ciertos personajes. Montedidio surgió del recuerdo de una azotea. El muchacho, el protagonista, no soy yo; el material autobiográfico está todo en el barrio.
P. Hay elementos talmúdicos en ese relato, y la estructura parece relacionada con la literatura hasídica.
R. Uno de los personajes, Rafaniello, es judío y habla yídish, esa lengua suprimida de Europa hace medio siglo, que hablaban once millones de personas y ahora sólo habla algún especialista universitario. Quise acercarme a esa lengua y aprenderla.
P. ¿También el yídish?
R. En 1993 fui a Varsovia, con ocasión del cincuentenario de la sublevación del gueto. Era un lugar que conocía bien, por los mapas y los libros, sin haberlo visto nunca. Sabía que tras la destrucción había sido reconstruido con fidelidad al original. Y paseando por el gueto vi a Marek Edelman [cabecilla de la sublevación de los judíos del gueto contra los nazis], uno de los dos héroes de mi infancia. El otro era el Che Guevara. Bien, pues ahí estaba Edelman, subido a una silla, hablando ante una pequeña multitud, y yo no entendía nada. Podía leerlo, porque el yídish utiliza el alfabeto hebreo, pero sin entender. Me avergoncé. La vergüenza suele ser el sentimiento más eficaz para mí, porque me obliga a reaccionar, a sacudirme la pereza. Me puse a estudiarlo y lo aprendí con rapidez, es una lengua altoalemana con intrusiones eslavas que me entró muy fácilmente. Y con el yídish se me abrió una biblioteca de obras no traducidas, en la que he pescado abundantemente. Rafaniello es una figura de la literatura yídish metida en un ambiente napolitano. Hay muchas similitudes entre el judío del gueto y el napolitano: ambos gesticulan, porque viven en un espacio reducido, aglomerado, con gran confusión alrededor, y necesitan "empujar" con gestos las palabras. Ambos aman el teatro y los instrumentos de cuerda. Ambos exageran. Ambos son supersticiosos y gozan de intimidad con los fantasmas.
P. Su Nápoles se parece un poco a la Cefalonia de los judíos de Albert Cohen, con esa pobreza tan limpia, tan vital...
R. Es cierto. Pobreza limpia y vital, dice usted. Tiene razón, hablamos de una pobreza generosa. Tenga en cuenta, sin embargo, que la generosidad de los pobres no es una virtud, es una técnica de supervivencia: necesitan ayudarse unos a otros para subsistir. Los pobres pierden la generosidad en cuanto se vuelven ricos.
P. ¿Mantiene alguna actividad política?
R. No, la comunidad a la que pertenecí se disolvió, y para mí la política era solamente una emanación de aquella comunidad. Hoy la política es una rama menor de la economía y estoy al margen. Voy a manifestaciones, pero por vicio.
P. ¿No sirven para nada las manifestaciones?
R. Sirven como educación para la juventud, para que los chicos sepan que son numerosos, que no están solos. Para que se conozcan a sí mismos y entre sí, fuera de sus ambientes cerrados habituales. Pero no sirven para cambiar el mundo, ni para evitar guerras. Pueden utilizarse para dejar claro que ciertas cosas ocurren sin nuestro consentimiento, como la guerra de Irak, y ésa es una buena medida de higiene personal.
P. Entonces, ¿la realidad actual es inmutable?, ¿no se puede hacer nada para cambiar la dirección de la historia?
R. ¿A usted le parece que se puede hacer una pregunta como ésa? Estoy charlando tranquilamente con usted y me pregunta qué se puede hacer para cambiar el mundo. Eso no es de buena educación .
P. La ecología, sin embargo, le interesa.
R. Ésa es otra cuestión de higiene personal. No hay que esperar a que otros se pongan a limpiar el planeta. Límpialo tú mismo, compórtate bien en tu ámbito, intenta dar buen ejemplo en los pocos centímetros cuadrados que tienes a tu alrededor. No hay más.
P. ¿Qué está leyendo estos días?
R. Escritura sacra, literatura clásica en yídish y en ruso, un ensayo sobre el mesianismo místico judío, el Omeros de Derek Walcott, poesía... De vez en cuando encuentro una obra recién publicada que me hace feliz, pero eso ocurre pocas veces. Un par al año.
P. ¿Cómo localiza ese par de libros felices?
R. Desde que soy escritor, los editores me envían libros. Es como un pago en especie. Si trabajara en una viña quizá recibiría vino. Pero recibo libros. Y entre los tantos que terminan varados en mi casa, hay alguno que olfateo, es cuestión de nariz más que de ojos, y viene conmigo. Uno de esos descubrimientos fue El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas.
P. Aunque se ha apartado de la política, ha participado en el debate periodístico sobre la demanda de extradición de antiguos compañeros suyos refugiados en Francia.
R. Es que en Italia aún se hace carrera política sobre los vencidos de hace 30 años. El ministro del Interior exhibe la cabellera de un viejo fugitivo y el país aplaude. Los setenta, los "años de plomo", fueron en Italia una estación larga, amarga, imperdonable. Fueron años que marcaron al país y sobre todo a la clase política, que se sintió legitimada por haber ganado esa guerra. Creen combatir el terrorismo y no hacen más que acosar a ancianos. De los millares de condenados en Italia por pertenencia a banda armada, la mayoría han salido ya de la cárcel. Han pasado muchos años. Quedan en prisión o en el exilio algo más de un centenar, una cifra insignificante. ¿Quién va a hacer algo por ellos?
P. ¿Usted se mantiene en contacto con los presos?
R. Sí. Mientras quede un prisionero, yo no puedo sentirme libre. Permanezco atado a esa generación. Atado a una época que nunca termina.
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