Goran Ivanisevic cierra su emocionante carrera
En medio de los chaparrones, de los parones y de los problemas que agobiaron a los organizadores durante la primera semana, Wimbledon despidió el pasado viernes a un hombre que había fundamentado su carrera profesional en los pilares de la catedral. Goran Ivanisevic no quería, sin embargo, decir adiós de cualquier forma. Como buen patriota que fue toda su vida, el día en que pisó la hierba de Wimbledon por última vez quiso rendir homenaje a su país. Cuando el australiano Lleyton Hewitt, que le venció por 6-2, 6-3, 6-4, acabó de abrazarle y lanzarse su epitafio de despedida en la red, Ivanisevic se fue a su silla y se enfundó una camiseta de la selección croata de fútbol, con el dorsal 10, para recibir la aclamación final de un público que siempre le había sido fiel.
Se emocionó de nuevo. Igual que las tres veces que había disputado la final (1992, 1994 y 1998) y, sobre todo, la ocasión única, inolvidable, en que acabó ganando el torneo. Aquello ocurrió en 2001, cuando ya todo el mundo daba por concluida su carrera profesional. Llevaba dos años casi parado, aquejado por los problemas de un hombro izquierdo que se negaba a operar: en 1999 no disputó el Open de Australia y perdió en la primera ronda en Roland Garros, y en 2000 se pasó buena parte de la temporada en blanco y ganó un partido en los cuatro Grand Slam.
"El peor momento", recuerda, "me llegó en el Open de Australia de 2001. Viajé a Melbourne desde Croacia para disputar la previa y en menos de 24 horas había perdido en la primera ronda y me disponía a tomar el vuelo de regreso. Fue frustrante y agotador".
Sin embargo, aquel mes de junio le anunciaron que Wimbledon había aceptado su solicitud y que tendría una invitación. Fue el mejor bálsamo para un tenista que sabía que había tocado fondo. Preservó su hombro con oraciones y fue ganando los partidos conectando cifras cercanas a los 30 aces. Sufrió. Pero valió la pena. Salió de la catedral con su carrera a salvo. "Lo que ocurra a partir de ahora no me preocupa en absoluto", dijo entonces. "Soy campeón de un Grand Slam, de Wimbledon, y es lo máximo a lo que podía aspirar".
Aquel éxito lo justificó todo. El sacrificio de su padre, Srjen, que había vendido su casa en Split para financiar la carrera de su hijo, y la lucha interior del propio jugador para ganar dinero con objeto de salvar a su hermana de la enfermedad de Hopkins y de reivindicar a su país, Croacia, cuando se debatía su futuro en la guerra de los Balcanes.
Todo eso volvió a pasar por su cabeza el día en que se fue de Wimbledon. Esta vez sus armas le valieron sólo para alcanzar la tercera ronda. Era suficiente. Un campeón no podía caer antes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.