Gente impasible
Yo soy Kike Anzizu y me presento ante ustedes porque dentro de algunos años seré el fundador de ciertos lugares melancólicos de esta ciudad, que más bien nacieron ya con la melancolía puesta, como el Bikini, La Ceca y el Karma. Y acaso también, me presento, porque escribiré, con los años, un libro llamado De camino a Karachi, cartas a una novia presa en Beirut, que originará una determinada curiosidad en el ambiente y la atención de los glosadores.
Pero ahora estoy al borde de una charca. Una charca gris de la riera del Bogatell. Es el año 1965 y por lo tanto no tengo más de 23 años. Vivo en la calle de Pelayo, en el edificio más alto del barrio viejo de Barcelona donde los Anzizu, abogados y procuradores de los tribunales, cuidan a sus nueve hijos. En el último piso de ese edificio hay una hermosa galería. El mar se ve perfectamente y su aparición, al fondo de un acantilado de tejados viejos y copas de plátanos, hace un gran efecto. Es, justamente, en esta galería donde se produce la fase principal de recuperación de las gripes que cíclicamente devastan a la familia.
Se vive muy pobremente y me digo que es imposible que éste sea el año 1965
Tengo una moto. Una Ossa 49cc. Una Ossita, con dos marchas y freno contrapedal. Lo llevo en secreto. Quiero decir que nadie de mi familia sabe que tengo una moto. Suelo aparcarla por las inmediaciones del cine Cataluña. Mi padre, que es donde radica el peligro máximo, es un hombre de costumbre fijas y de itinerarios prefijados. Se trata de no toparse con él, cuando va o vuelve a través de Pelayo, Vergara o Caspe. Hasta ahora he tenido suerte y he podido mantener mi moto viviendo en casa. Sé que algún día esto no será posible, pero ya estoy preparado para marcharme.
Estudio Ciencias Empresariales en la escuela ESADE, que han abierto hace poco. Soy miembro de la tercera promoción de la escuela y los estudios me van bien, sobre todo cuando quiero. Cuando no quiero, muchas mañanas, cojo la moto y recorro la ciudad. He llegado hasta lugares que no sabía que existiesen y de los que nunca me había hablado nadie. He cruzado la ciudad y he llegado por un lado hasta la playa de Castelldefels y por el otro hasta el río Besòs. Y también he recorrido los bosques del Tibidabo.
Ahora es una de esas mañanas de primavera. La charca del Bogatell está rodeada de chabolas. Madera, hierro y piedras en proporción variable. En cambio los tejados son uniformemente de latas. Algunas de las chabolas humean, seguramente de las maderas que el propio mar arrastra, maderas que las familias ponen a secar y luego queman. Se vive muy pobremente y me digo que es imposible que éste sea el año 1965, en una ciudad de Europa, pero así es y yo estoy aquí.
En la charca fecal o fetal, no sé bien, chapotean unos niños. Aún no hace mucho calor, pero los niños juegan con el agua. Hay latas, muchas latas por todas partes. Alguna muñeca y dos o tres fichas de dominó. Sólo hay niños y debería de preguntarme dónde están las niñas, las niñas que jugarían con la muñeca antes de haberla lanzado a la charca. Pero no me pregunto nada. Estoy en plena fase de recogida de datos. Los niños tienen clapas en la cabeza. Cuando llegue a casa leeré lo que dice el el diccionario sobre las clapas, porque es hermoso y exacto: "Peladura o calva de un terreno por no haber nacido o haber muerto las semillas". Que es exactamente, una de esas dos cosas, lo que está pasando.
Todos los niños son morenos, pero su color nada tiene que ver con la morenería. No hay ninguna profundidad en su negrura. Ni ojos de carbón, tizones, ni pelo azabache. Nada de esa minería poética. Son oscuros por descarte. Visten con un cordel y uno lleva una camisa manca. Ya digo y repito, porque me parece realmente destacable, que van chapoteando mierda. Si cuando llegue a casa cogiera una paleta y tratara de revivir la charca, no utilizaría más colores que el marrón de caca y el gris de ceniza. Pero una ceniza vieja, me veo obligado a precisar: como de algo que hubiese quemado mucho, mucho tiempo atrás, un fósil más que un recuerdo.
No sé qué voy a hacer aquí ni cuánto tiempo voy a estar. Mi presencia no parece molestarles. Tampoco les alegra. Si les hablo, se paran y me hablan. Y si no, andan continuamente entre la charca, golpeándose, riéndose, yendo y viniendo cuando les gritan desde las chabolas. No es la primera vez que estoy entre ellos. Otra mañana vine con un grupo de amigos, del Servicio Universitario del Trabajo, gente que los domingos se dedica a ayudar en lo que puede. Hemos levantado paredes en el Carmelo, y limpiado y desinfectado sótanos por Hostafranchs. La mañana que vine por aquí mismo, con ellos, nos metimos en el poblado y dimos una vuelta por ver si necesitaban algo de nosotros, cualquier cosa en la que pudiéramos ayudarlos. Se mostraban amables. Pero sobre todo impasibles. Entre mi familia también abundan los impasibles. Allí la impasibilidad es una elegancia. Es raro que se refieran a lo mismo. No hablo en balde sobre la forma de ser en la charca, y les presentaré la prueba. Estábamos esperando en la puerta de una chabola a que volviera alguien, y un niño de unos cuatro años pataleaba por allí, llorando, muy excitado. Salió una vieja, lo cogió en brazos y empezó a masturbarlo con bastante energía y con resultados. Recuerdo que uno de nuestro grupo se extrañó y otro le dijo que era normal, que así los niños se tranquilizaban. La vieja seguía en lo suyo, el niño ya sólo gemía y la vieja nos miraba, sin sonreír, seria y profesional.
En fin, amigos, que ésta es la charca, la gota grande que desbordará mi vida.
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