Fidelidad
Estaba lleno el bar inglés de la calle Cristo, en Nerja, el jueves del partido Inglaterra-Portugal, fiesta futbolístico-patriótica, profusión de banderas inglesas y en la calle una multitud bebedora tan amplia como la que bebía en el local. Cayó Inglaterra, eliminada por penaltis, pero siguió el campeonato y, al día siguiente, se jugó el Grecia-Francia con mucha menos gente en el bar, aunque seguía habiendo mucha, porque la cerveza tiene sus fanáticos, bastante más fieles que los del fútbol. Ni siquiera estaba puesto en la televisión el Grecia-Francia, a pesar de que el astro francés Henry juega en el Arsenal londinense y el griego Giannakopoulos brilla en el Bolton Wanderers.
Los ingleses de la calle Cristo preferían un debate televisado entre señores de traje y corbata, a propósito de matrimonios, sentimientos y veraneos. El fútbol, de verdad, no le interesa prácticamente a nadie. Lo que gusta son las banderas, la emoción del clan fervoroso, la alegría de ser miembro de un movimiento de masas. Eliminan a España, y vuelven a poblarse las calles que vaciaba el fútbol (he visto Málaga, Granada y Sevilla desiertas, con las ventanas resplandecientes de televisión). Y con España se han hundido las selecciones más espectaculares, Alemania, Francia, Inglaterra e Italia, las de los futbolistas más cansados, más trabajados, más productivos, los que, además de jugar, anuncian refrescos, coches, ropa, modas.
El mismo día en que el periódico publicaba el hundimiento de Beckham y los suyos, la página de curiosidades sociales reproducía la imagen del magnífico Beckham, portada del Vanity Fair de julio, edición estadounidense, en vaqueros Dolce & Gabbana, The hottest, coolest athlete on Earth, fotografiado en la plaza de toros de Añover del Tajo. Vi la imagen de Beckham en el autobús, rumbo a Motril, y, a mi derecha, un muchacho local llevaba al cuello un rosario de cuentas blancas, exactamente como Beckham. Tuve la tentación de preguntarle al muchacho si rezaba el rosario, o si sólo era un adorno ocasional, temporal, como el amor al fútbol.
Unos pocos fanáticos vehementes recibieron el otro día en Roma a los fallidos futbolistas italianos entre insultos, conatos de cogotazos y policías. Puesto que Italia fue eliminada a pesar de marcar a Bulgaria el gol de la victoria en el último minuto, segundos después de que en el último minuto Dinamarca y Suecia empataran a dos y, con los mismos puntos que Italia, liquidaran a Italia por número de goles marcados (éstas son las combinaciones que confunden y desesperan a los insensibles al fútbol), en cuestión de segundos los hinchas se transformaron en enemigos feroces de sus ídolos, o de los que habrían sido sus ídolos si el partido Dinamarca-Suecia hubiera acabado un minuto antes. Así funciona el fervor público: el viejo Granada, subcampeón de Copa en 1959 y efímero y ya para siempre líder de Primera en la quinta jornada de la Liga 73-74, hoy sobrevive en la profunda soledad de la Tercera División. Sus jugadores ocuparon las oficinas del club el día del hundimiento de Beckham. Querían cobrar, futbolistas abandonados, como las calles cuando jugaba España.
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