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Cerrar la transición

Antonio Elorza

Hace algunos años fui invitado a dar una conferencia en Pamplona sobre la historia de la corrupción en España. Sinceramente, no recuerdo el nombre de la institución, pero sí que desarrollaba sus actividades con dinero público. Al terminar mi intervención, se puso en contacto conmigo la persona encargada de los aspectos administrativos del acto y casi sin mediar palabra me entregó un pequeño fajo de billetes de cinco mil pesetas. "¿Dónde firmo?", pregunté. "No, aquí no hace falta", me respondió muy seria la joven. Siempre con pequeñas cantidades, para gastos de viaje o cosas así, la experiencia se repitió más tarde cuando me han tenido que abonar algo entidades dependientes del Gobierno vasco, lógicamente a excepción de la Universidad: un pequeño sobre, el dinero dentro y ningún recibo que firmar. Ventajas de los derechos históricos.

Las citadas anécdotas tienen algún interés si pensamos en cómo se está planteando el tema de la reforma de la financiación de las comunidades autónomas. Encabezadas por Cataluña, las reclamaciones son presentadas en un plano estrictamente formal, aséptico, de creación de instituciones de autogobierno fiscal (agencias tributarias por comunidad) y de redistribución de la carga financiera para corregir agravios supuestos o reales. El objetivo último sería, en el caso de los nacionalismos, alcanzar un régimen de concierto económico como el disfrutado por Euskadi. Todo ello envuelto en hermosas palabras sobre la justicia en la distribución de la carga, la atención a las necesidades del Estado, e incluso la solidaridad interterritorial. ¿Cómo se alcanzarían tales fines desde un punto de vista técnico, supuesto que en cada uno de los casos lo que se busca es pagar menos al Estado central? Es ahí donde entra la exigencia de poner cifras reales a la situación actual, a las peticiones propuestas, y a los comportamientos efectivos de las haciendas de las dos comunidades ejemplares, Euskadi y Navarra. En un reciente estudio, José V. Sevilla Segura advierte que la aplicación a otras comunidades opulentas del régimen privilegiado vasco supondría la quiebra financiera del Estado. Otros especialistas subrayan en el mismo sentido que los regímenes especiales generan posiciones ventajosas en cuanto a los saldos de las balanzas fiscales per cápita. No es, pues, una cuestión a debatir en el terreno de las ideas o de las instituciones, sino de los datos. Sólo una vez efectuadas tales mediciones sería posible estimar la viabilidad del sistema de financiación estatal resultante de acceder a unas peticiones que por un efecto dominó van ganando desde el epicentro catalán a las demás comunidades.

La misma exigencia debe ser aplicada a los demás componentes de la reforma constitucional en ciernes, sólo que aquí los elementos simbólicos también cuentan. Y no en el sentido que sugería Pasqual Maragall en su reciente conferencia del Club Siglo XXI: apañados estaríamos si la vinculación entre Cataluña y el conjunto de España hubiera de mantenerse por "afectos" y "sentimientos", entre ellos algunos tan curiosos como lo divertido que es llevarse mal. La vinculación tiene profundas raíces históricas, se mantiene hasta hoy por la presencia de una mayoritaria opción por una identidad dual, y también por unos intereses económicos que se defienden mejor en Europa desde un país de dimensiones medias que sepa integrar las conveniencias de sus comunidades. De ahí que haya llegado el momento de reflexionar, por una parte, sobre cómo traducir la personalidad nacional de Cataluña en mecanismos de participación eficaz en el Estado y en Europa, pero por otra, también sobre la necesidad de abandonar todo tipo de discurso que de forma declarada o implícita tenga como soporte fundamental el enfrentamiento de dos realidades: la nación, catalana, vasca o gallega, de un lado, y el Estado español, de otro. Más allá de la hojarasca de las palabras en torno al "sentirse cómodos", "participar en España", "resolver el problema de España" (el cual, por lo demás, ya se encontraba perfectamente resuelto hace diez años, cuando entra en juego la presión del nacionalismo vasco), es menester, que diría Ortega, dar con los elementos de técnica política, ideología y simbólicos que hagan compatible la afirmación del pluralismo nacional con un Estado eficaz que de una vez ponga coto al riesgo de disgregación. La experiencia europea de los años 90 invita a la racionalidad y a la cautela, no a una confianza ciega en que cediendo sin más a las presiones nacionalistas se va hacia el mejor de los mundos.

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Esa misma racionalidad pone en tela de juicio la opinión muy extendida, y también expresada recientemente por el líder catalán, de que resulta irrelevante la participación en un gobierno de organizaciones independentistas, dado que éstas son las primeras en saber que sus objetivos no son alcanzables a corto plazo. Tal perogrullada pretende explicar algo y no explica nada. En términos democráticos, la presencia gubernamental de grupos como ERC es inevitable, lo cual no supone que tal hecho deje de implicar riesgos. La cuestión de fondo consiste en comprobar si las políticas adoptadas por esos partidos tienen o no por base una estrategia de progresivo desbordamiento de la articulación hoy vigente entre los distintos componentes territoriales del Estado. Dicho de otro modo, si la dimensión finalista que les caracteriza, la búsqueda de la independencia, determina o no una presión constante, una confrontación permanente, siquiera en el plano simbólico, con ese "Estado español" que por encima de pactos temporales sigue siendo el obstáculo a derribar. Es como el oleaje que golpea una y otra vez contra la roca agravando la erosión. Esa consideración pesimista tiene como base que en ningún momento catalanistas, nacionalistas vascos o galleguistas radicales presentan el menor atisbo de una revisión de sus planteamientos que pudiera dar lugar a un punto de equilibrio en esta o aquella línea de compromiso. Pasa a ser entonces secundario que las exigencias transitorias se presenten como moderadas, ya que su destino es convertirse en otras tantas plataformas para acceder a un grado superior de afirmación política propia y de pérdida de poder del Estado. Lo comprobaremos muy pronto cuando cobre forma el proyecto de nuevo Estatuto catalán.

La moderación ocasional sirve incluso al objetivo de justificar la descalificación habitual de que es víctima aquel que se opone a la acción de desgaste. Merced a una extrapolación fraudulenta, toda reivindicación nacionalista es de por sí democrática y, en la vertiente opuesta, toda preocupación por mantener un Estado viable resulta estigmatizada como españolismo, franquismo residual, aznarismo o, en el menos grave de los casos, como muestra de un espíritu jacobino. Por eso hay que medir bien todos los pasos. Así, en una de las propuestas reiteradas de Maragall, la inclusión nominativa de todas las comunidades en el articulado de la Constitución, no hay en principio problema alguno, tampoco la menor ventaja, pero si se adopta en principio tal petición veremos de inmediato cómo los nacionalistas vascos en primer término, catalanistas y galleguistas a continuación, proponen que en caso de ser aceptada la enumeración, la misma recoja la condición privilegiada de sus hechos diferenciales, de manera que éstos, siempre frente al nombre proscrito, aparezcan como sujetos portadores de una soberanía. Lo mismo sucederá con el tema clave de la nación y con el del idioma.

El tema de las selecciones deportivas de comunidad constituye asimismo una excelente ilustración de esa estrategia adoptada por los nacionalismos periféricos. ¿Qué cosa más normal y más inocua, plantean, que la presencia internacional de selecciones de comunidad, en especial para representar a las nacionalidades históricas? El pequeño inconveniente es que el uso internacional consiste precisamente en lo contrario, la representación de los Estados-nación, y no de sus componentes territoriales. El ejemplo de las cuatro selecciones de fútbol del Reino Unido no es aplicable, ya que se vincula a la habitual práctica de respeto a las tradiciones, propia de la historia británica. Las distintas federaciones y ligas surgieron en torno a 1890, cuando el fútbol era un deporte monopolizado por el Reino Unido, y si bien las selecciones suscitaron y suscitan un intenso sentimiento de adhesión a la "pequeña patria", su existencia no está vinculada a presión alguna secesionista. Por otra parte, con la excepción del caso complicado de Gales, cada selección tiene detrás su propia liga, lo cual no parece formar parte de la petición de nacionalistas vascos y catalanes. Pocos culés o hinchas de los leones quisieran que contar con selecciones nacionales supusiese la implantación de su lógico correlato, unas estupendas ligas de región culminadas en apasionantes playoff a cinco partidos entre el Barcelona y el siempre peligroso Figueres, en Catalunya, o entre el Athletic y el Eibar, en Euskadi. Y al margen de las razones históricas, que incluyen también la advertencia de que una cosa es nacer separados y otra separarse, se encuentra el hecho de que Inglaterra, Escocia o Gales forman parte de un marco político superior, el Reino Unido. De consumarse la escisión en nuestro caso, ¿qué quedaría tras la configuración de tres selecciones nacionales de Euskadi, Catalunya y Galiza? Como de momento las comunidades forman parte de una sola entidad política, estaríamos ante un solapamiento absurdo o ante el nacimiento de una nación, el Resto de España, en espera de ulteriores segregaciones. Por no hablar de la fraternidad que destilaría un Euskadi-España para los Campeonatos de Europa celebrado en Anoeta. La violencia desatada cada vez que este tema fue tomado en serio, como en el Catalunya-Nigeria que dio fe por vez primera de la voluntad de afirmación futbolístico-nacional, nos lleva de nuevo a las reflexiones precedentes sobre la presión secesionista, esta vez en el plano simbólico.

Más que este o aquel artículo concreto, lo que importa en el necesario proceso de reforma es conjugar la expresión normativa del carácter plurinacional de España, en cuanto nación de naciones -lo cual requiere un régimen federal con elementos de asimetría-, con una reforma de los Estatutos que amplíe competencias, pero sin sentar las bases de una soberanía propia de las comunidades. Es decir, una reforma que garantice mediante una Cámara territorial efectiva la intervención de las comunidades en el proceso legislativo, especialmente en todo aquello que las concierna nacional o internacionalmente, o determine conflictos intercomunitarios; que responda a las demandas de autogobierno fiscal sin pretender, al modo catalanista, la equiparación a los privilegios derivados de los derechos históricos en Euskadi y en Navarra; que asegure la participación de las comunidades en las instituciones europeas, engarzando con la representación estatal en las mismas; que garantice el uso oficial de las lenguas nacionales sin poner en marcha mecanismos de eliminación o de discriminación del español; en definitiva, que acreciente la participación de las comunidades en el proceso estatal de decisión política sin derivar hacia fórmulas de ineficacia ya constatada, tales como la confederación o la cosoberanía. Para alcanzar ese difícil equilibrio será precisa una red de consensos, empezando por el que debiera establecerse previo a todo procedimiento entre el Gobierno de Madrid y la Generalitat, siguiendo por el imprescindible entre PSOE y PP, y cerrando el círculo con la reducción drástica del plan Ibarretxe. Casi nada. Nos vamos a olvidar pronto de estas elecciones europeas. Lo que ahora toca es cerrar la transición.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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