'¿Que me quede como estoy?'
Las recientes declaraciones del ministro de Justicia sobre la conveniencia de otorgar al Ministerio Fiscal (MF) la dirección de la instrucción han provocado diversas reacciones dentro de amplios sectores de la magistratura, que convendría analizar. Se aduce, en síntesis, que el MF, a diferencia de los jueces, que gozan de independencia judicial, es un órgano dependiente del Poder Ejecutivo, por lo que la atribución a él de la instrucción podría resultar inconstitucional, a la par que supondría una merma de garantías en el proceso penal.
Es cierto que la Constitución otorga la independencia judicial a los jueces (artículo 117.1), en tanto que tan sólo exige del MF que actúe con "imparcialidad" (artículo 124.2), pero tampoco lo es menos que ni la instrucción conlleva el ejercicio de potestad jurisdiccional alguna, que también la Constitución reserva a jueces y magistrados (artículo 117.3), ni, por tanto, dicha independencia es necesaria para realizar los actos intructorios, pues, en el nuevo modelo del fiscal-director de la investigación (vigente en los países anglosajones, Alemania, Portugal o Italia) no se trata de sustituir al juez de instrucción por el MF, sino de conferirle exclusivamente los actos de investigación; de tal suerte que el juez instructor permanecería como "juez de garantías", adoptando las resoluciones limitativas de derechos fundamentales en un nuevo proceso penal, caracterizado por la división del trabajo: los jueces han de controlar a los fiscales y éstos a la Policía Judicial.
La independencia judicial del instructor se revela, en la práctica, como contraproducente
Pero es que, además, la independencia judicial del instructor se revela, en la práctica, como contraproducente para el logro de los fines que, según el artículo 24 de la Constitución, ha de perseguir la justicia penal: su celeridad, eficacia y la consagración del principio acusatorio.
En efecto, uno de los mayores males de nuestro proceso penal es su extremada lentitud, tal y como lo demuestra la propia instauración de los "juicios rápidos", pues si los procesos ordinarios fueran rápidos, no habría necesidad de potenciar estos procesos especiales, como acontece en Alemania, país en el que, debido a la circunstancia de que una instrucción no dura nunca más de seis meses, los jueces no incoan los allí denominados "juicios acelerados".
En España, sin embargo, forzoso se hace reconocer que la potenciación de estos juicios ha ocasionado una mayor lentitud en la tramitación de los procesos ordinarios y, dentro de este contexto, caben situar las recientes excarcelaciones de narcotraficantes o de presuntos homicidas por el solo hecho de haber permanecido más de cuatro años en prisión provisional.
Y es que, aunque el artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal obligue a los jueces a concluir una instrucción en el plazo de un mes, por todos es sabido que, si existe un acusador particular, las diligencias previas pueden alcanzar años de tramitación.
El fiscal, aunque imparcial, no es independiente y, por eso, se le puede constreñir a concluir su investigación en unos plazos razonables que, en el Derecho comparado y según la complejidad de la causa, oscilan entre los dos y seis meses; pudiendo las partes, ante la existencia de dilaciones indebidas, desde acudir ante su superior para que las corrija hasta recurrir al juez de instrucción para que restablezca puntualmente ese olvidado derecho fundamental a un proceso "sin dilaciones indebidas".
Por otra parte, la concurrencia de la independencia en el juez de instrucción ocasiona que, estampada su firma en un acto de investigación, se genere automáticamente un acto de prueba, que servirá, al tribunal sentenciador, para fundar una sentencia de condena. Al no gozar el MF, por el contrario, de la independencia judicial, no puede crear, dentro de la instrucción, actos de prueba, cuya práctica necesariamente ha de trasladarse al juicio oral, potenciándose de esta manera el derecho de las partes "a un juicio público con todas las garantías".
Lo dicho no significa que, en la línea preconizada por nuestro ministro de Justicia, no deba reformarse el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, a fin de distanciar del Ejecutivo a este órgano colaborador de la jurisdicción, cuyo fiscal general ha aparecido ante la sociedad y en distintos Gobiernos (y aquí, ni la derecha ni la izquierda pueden arrojar la primera piedra) más como un apéndice del Ejecutivo (especialmente interesado en defender a sus ministros de las imputaciones de delincuencia económica o de corrupción política) que como un imparcial defensor de la ley.
Por ello, han de acentuarse las garantías en el nombramiento del fiscal general del Estado, de manera que tan sólo accedan a este puesto personas con reconocida autoridad jurídica y moral (tal y como, por cierto, ha acontecido con Cándido Conde-Pumpido Tourón), la cual debiera ser reconocida por el Parlamento, dotarle de inamovilidad y prohibir al Gobierno dictarle órdenes (escritas o "verbales") sobre asuntos determinados, sin perjuicio de las instrucciones generales que haya de impartirle en el uso de sus facultades de política criminal.
Cumplidas tales premisas y previa dotación al MF de los indispensables medios personales y materiales, debiera elaborarse ya nuestro Código Procesal Penal de la democracia.
Vicente Gimeno Sendra es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Educación a Distancia.
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