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El carterista amable

Gustavo Martín Garzo

Una tarde, en el aeropuerto de Vigo, Carlos Casares me contó una historia que le había sucedido en uno de sus viajes a Madrid. Conduce aburrido su coche, y se detiene a recoger a un autoestopista. Resulta ser un hombre sumamente cordial, con el que inicia una amena conversación. El viaje transcurre con ligereza hasta que un guardia de tráfico les da el alto para decirles que han sobrepasado la velocidad permitida y les tiene que poner una multa. Carlos Casares trata de evitarla, recurriendo a todos sus recursos de seducción, pero el guardia se muestra insensible y formaliza su terrible amenaza. Reanudan el viaje, sólo que se ha roto el encanto de su conversación y apenas vuelven a hablar. Cuando llegan Madrid, Carlos Casares detiene su coche y sale a despedirse de su acompañante. Éste le agradece su generosidad y le entrega una tarjeta en que, junto a su nombre, y en el lugar destinado a la profesión, aparece la palabra Carterista. Carlos Casares no puede evitar llevarse la mano a su costado para comprobar si su cartera continúa en el bolsillo de su chaqueta. Sí que continúa, pero el gesto no pasa desapercibido a su compañero. Carlos Casares se da cuenta y trata de disculparse, pero éste le dice que no tiene importancia. Es ciertamente un carterista, como reza la tarjeta, pero jamás habría empleado sus habilidades con alguien como él. Le ha recogido en su coche, le ha llevado amablemente hasta su casa, y las leyes de esa recién estrenada amistad hacen imposible que aproveche la ocasión para robarle. Es más, añade, para demostrar que es cierto lo que le dice, quiere hacerle un regalo. Entonces se mete la mano en el bolso y le entrega a Carlos Casares, para su sorpresa, la libreta en que el guardia ha anotado sus datos para ponerle la multa.

Todo el mundo que conoció a Carlos Casares recuerda sus habilidades como narrador, pero tal vez sea interesante preguntarnos qué queremos destacar cuando decimos que alguien cuenta bien las historias. ¿Se trata de una habilidad comparable, por ejemplo, a la del mago que hace juegos de cartas o a la del funámbulo que camina sobre un alambre? También en estos casos habríamos destacado el asombro que nos causaba estar a su lado y verles actuar, ¿pero estaríamos refiriéndonos a lo mismo? En cierto sentido, sí, pues que todas esas actividades tienen que ver con lo sorprendente. El funámbulo camina por un alambre con la ligereza con que nosotros lo hacemos por el pasillo de nuestra casa, y el mago consigue con las cartas lo que nuestras torpes manos no lograrán jamás. Ambos, en definitiva, actúan no para desautorizar o condenar el mundo real, sino para ampliar el campo de lo posible. Y en esto no son distintos al narrador. Pero creo que en éste hay otra cosa, ya que mientras el funámbulo o el mago se comportan como si hubieran renunciado al sentido, de ahí su maravillosa y loca libertad, lo que mueve al narrador de historias es el deseo de dar un significado a la existencia.

Supongo que es ésa la razón por la que nunca nos cansamos de escucharles. Aún más, puede que nunca hayan sido tan necesarios como lo son ahora. Vivimos en el mundo de la información y todos los días nos enfrentamos a periódicos y revistas que supuestamente nos ponen al tanto de todo cuanto ha sucedido en el mundo. Los periódicos están llenos de acontecimientos, muchos de ellos espectaculares, pero es rara la noticia que no está cargada de explicaciones. Lo que beneficia a la información y no a la narración. Walter Benjamin insiste en esa idea, para afirmar que la narración siempre venía de lejos, y se le concedía una autoridad, aunque no fuera enteramente verificable, mientras que la información suele venir de lo próximo.

Vivimos en un mundo cargado de información, pero pobre en historias memorables, sigue diciendo Benjamin. La historia del carterista lo es, y por eso la recordamos. Puede que tenga que ver con el hecho de que su protagonista sea precisamente un carterista, es decir, alguien al margen de la ley, que pertenece a un mundo diferente a aquel en que estamos nosotros. Alguien que viene de alguna lejanía, dueño de habilidades extrañas que le permiten desplazarse por ese reino de los tejados y los tránsitos inesperados que es el reino de la literatura. Y que actúa, no sólo en su nombre y en su solo beneficio, sino en nombre de todos. Que es generoso y agradecido, y en el que aún late, por tanto, la idea de una comunidad entre los hombres.

Por eso escuchar su historia nos causa placer. No es poco, ya que la razón última por la que queremos que nos cuenten historias es para disfrutar con ellas. Isaac Bashevis Singer, en el prólogo a uno de sus libros, dijo algo así referido a los niños. Ellos eran los mejores lectores porque no les gustaban las historias aburridas, creían en cosas tan extrañas y maravillosas como los ángeles y los demonios, la lógica, los duendes y las brujas, Dios y la familia, y porque además no leían para librarse de la culpa, ni para calmar su sed de rebelión, sino sólo por placer, sin ningún respeto por el principio de autoridad.

Claro, que decir que una historia nos causa placer no es decir gran cosa, porque esto nos obliga a preguntarnos por qué. En primer lugar, porque está bien contada, y es interesante; aunque no sea fácil explicar su significado. No es fácil explicar, por ejemplo, de qué trata exactamente La metamorfosis, pero es sin duda un gran libro. Un cuento auténtico debe tener un sinfín de interpretaciones, de comentarios, de posibles interpretaciones. Los hechos nunca se añejan, los comentarios suelen estar añejos desde el primer momento. Benjamin dijo que la mitad del arte de narrar radica precisamente en referir una historia libre de explicaciones, lo que no suele hacer el mundo de la información. La literatura necesita de narraciones bien construidas, y la del carterista lo es. Es concisa, imaginativa y tiene un final sorprendente, que nos conmueve y nos hace sonreír cuando lo escuchamos. Pero además contiene una enseñanza moral, porque postula la necesidad de la justicia. John Berger ha escrito que, en el mundo rural, una vida sin justicia carece sentido. Que se haga justicia, eso es lo que espera el campesino del mundo del relato. No es lógico, por tanto, que quien ha tenido la generosidad de ayudar a un semejante termine pagando por ello. El gesto del carterista reestablece el orden del mundo, y por eso nos complace y nos reconcilia con los demás.

Carlos Casares sabía todo esto. Como a los niños y a los campesinos, le preocupaban cosas como la justicia, el sentido de la vida, o la razón del sufrimiento. No podía aceptar que los fuertes se impusieran a los débiles, y que los buenos actos no tuvieran su recompensa. Hace unos días he leído unas declaraciones de un escritor, al que por otra parte admiro, afirmando que desea comprobar si es posible escribir más allá de los temas comunes. Me pregunto por qué le preocupa algo así. Si la literatura ha vuelto a esos temas una y otra vez, supongo que es por alguna poderosa razón. Éstas son algunas de sus preguntas eternas: ¿por qué existen el dolor y la felicidad?; si el amor puede salvarnos, ¿por qué tenemos que morir? Es posible que haya muchas otras preguntas, pero no creo que sean ellas las que nos preocupen cuando nos disponemos a escuchar una nueva historia. Carlos Casares lo sabía, y por eso era un narrador celebrado y querido. La historia del carterista que hoy he traído a colación resume su arte de narrar. Nos dice que hay que confiar en los seres humanos, y que la generosidad es siempre recompensada. Puede que no sean cosas muy originales, pero escucharlas nos ayuda a vivir. Recuerdo a Carlos Casares aquella tarde, en el aeropuerto de Vigo, mientras esperábamos la salida del avión. Hablamos sin descanso y el tiempo se nos fue sin sentirlo. Estábamos a punto de embarcar cuando me contó la historia del carterista amable. Desde entonces, yo también la he contado muchas veces y puedo asegurar que siempre ha producido en sus oyentes el mismo gozo que me produjo escucharla a mí. Cesare Pavese escribió que la literatura servía para desquitarse de las afrentas de la vida, y creo que Carlos Casares se habría conformado con que nos prestara un poco de compañía. Bien mirado, puede que ambas cosas no sean tan distintas.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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