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Columna
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Maldición olímpica

EDUARDO VERDÚ

La candidatura de Madrid a albergar los Juegos Olímpicos de 2012 pesa como una maldición sobre muchos madrileños. Ciudadanos normales, amantes del deporte en su justa medida, preferimos que escarpen de obras otras ciudades, que bombardeen con publicidad de anillos y llamas otras plazas, que, durante el verano de principios del próximo decenio, pongan en la tele algo más que lanzamientos de jabalina y nosecuantosmil metros vallas. Los Juegos Olímpicos están en declive. El halo mítico y legendario que aquilataba a los Juegos en relación a otros certámenes internacionales donde ya se practican las principales disciplinas olímpicas sin gran atención mediática, se ha desvanecido. Hoy, los Juegos Olímpicos no son más que una fabulosa ghimkana de especialidades inconexas y minoritarias unidas bajo la caduca simbología solidaria de los cinco continentes y de la exaltación griega del cuerpo humano. El carácter unificador, la cita exclusiva y planetaria que suponía la celebración de los Juegos Olímpicos ha perdido su singularidad y trascendencia. El mundo está hoy en perpetua competición y competencia. Tanto en el deporte, a través de los diferentes torneos continentales o mundiales, como en el terreno económico, político o cultural mediante foros, congresos, cumbres o expos. La globalización nos tiene en constante interacción, participando de intercambios fraternales o excitantes rivalidades.

¿Qué gana nuestra ciudad embarcándose en este follón? Los Juegos son, de momento, un proyecto rentable políticamente. PSOE e Izquierda Unida han criticado el empeño empecinado de Ruiz-Gallardón en destinar todo su esfuerzo en traer a Madrid un evento que se da por supuesto que interesa al ciudadano que no regenta un hotel, un restaurante o conduce un taxi. Ningún político parece haberse cuestionado si al madrileño medio, que no es capaz de nombrar cuatro atletas de renombre en activo, le compensa el avasallamiento urbanístico, turístico y promocional a cambio de tener a dos paradas de metro la fase final de taekwondo.

Imaginamos que se actualizarán y ampliarán las infraestructuras y los transportes, que disfrutaremos de una ciudad rediseñada y con mucho Calatrava. Pero ansiar que el Comité Olímpico Internacional nos elija para poder económica y políticamente hacer polideportivos, más trenes de cercanías y restaurar barrios depauperados es como casarse para que la lista de bodas te ponga la casa. Si la pretensión de Ruiz-Gallardón y demás abanderados de la candidatura es conseguir financiación para reformar la ciudad, sería preferible que acometiesen esas obras de manera escalonada y en función de las verdaderas necesidades de la villa, no condicionados por las fechas y las exigencias de un evento deportivo. Además, por qué tener que padecer un Madrid sin sitio en las terrazas del centro y empapelada del insulso anagrama de Mariscal.

Dentro de 15 días llegará la llama a Madrid. El alcalde quiere que la ciudad salga a la calle para agasajar al fuego que, probablemente, desfile con menos público que el Rolls real tras la tormenta. Dentro de dos meses comenzarán los Juegos en Atenas de los que apenas hemos oído hablar más allá de su contrarreloj interna con el alicatado de los vestuarios.

Madrid no va a ganar en distinción, en importancia, en categoría por acoger unos Juegos. Atlanta o Sidney siguen siendo la capital de la Coca-Cola y los canguros. Por otro lado, Barcelona ya se llevó el prestigio por ser la primera ciudad española en ser sede olímpica; el efecto ya está gastado. Madrid tampoco tiene carácter ni voluntad de hacer patria madrileña como hizo Barcelona con Cataluña aprovechando sus Juegos. Tampoco necesita reivindicarse moderna, internacional y en forma a través de unos lanzamientos de disco en La Peineta o un combate de esgrima en Ifema. No es su estilo.

Madrid es una urbe de desarrollo lento, tiene su propio ritmo de aperturismo y vanguardia. Unos Juegos Olímpicos pueden levantar a una ciudad de poca talla o encajar en una capital de primer orden sin desbaratar la vida de sus habitantes, pero en Madrid tiene esa dimensión media donde un evento de esta magnitud sólo parece entorpecer. Unos Juegos resultan un comodín innecesario y algo tramposo, una carta extra poco importante y difícil de encajar en la partida con la universalidad que Madrid, poco a poco y a su manera, ya está ganando.

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