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Columna
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Descubrir esos éxtasis

Dos estilos opuestos de dos artistas estadounidenses se pueden ver en el Museo Guggenheim de Bilbao. La monumentalidad del cartelismo, brillante, colorista, espectacular -algo así como la superproducción galáctica del arte- marca la retrospectiva del pintor popartiano James Rosenquist (Dakota del Norte, 1933).

Al lado de esa vertiginosa multiplicidad de fragmentos de imágenes, que parecen convocar al espectador para que utilice una mirada saltarina, fugaz y hasta aprisada, los cuadros de Mark Rothko (nacido en Rusia, en 1903 y muerto en Nueva York, en 1970) están reclamando calma y sosiego. Si se pasa rápido ante ellos no se ven. No basta con mirar, hay que ver. Pintura contemplativa y mística. Abstracción pura, trabajada sobre zonas rectangulares fluidas, de contornos imprecisos. Estos contornos les prestan a las dos, tres, cuatro o más masas, en forma de franjas horizontales, una particular calidad expansiva, que viene a ser un impulso indefinido hacia lo ilimitado. Siempre con el apoyo de la interacción de los colores.

Debo insistir en el descubrimiento de la fluidez de los contornos, porque a su través la forma total de cada obra muestra una sorprendente liviandad, una carencia de peso que se nos figura flotante.

En tanto el espectador se adentra visualmente en las áreas vacías de las masas va descubriendo permanentes motivos de atención. Percibe una quietud en movimiento. Descubrirá que hay muchos colores allí donde parecía que en una sola masa había un sólo color. Como se dará cuenta de que está frente a una impresión de espacio ilimitado, a pesar de las dimensiones relativamente reducida de los lienzos. Incluso le conviene al espectador que se olvide cuanto le digan respecto a que Rothko es un gran artista. Importa que al ver los cuadros de Rothko trate de acercarse a los pensamientos que los engendraron, en tanto va conociendo al tiempo sus propios pensamientos, lo que será, tal vez, un motivo de sorpresa para él. Descubrirá que el esfuerzo de creación tiene lugar en el interior del artista, y eso le impulsará a activar un esfuerzo interior dentro de sí para alcanzar una comprensión más idónea de lo visto.

En Rosenquist se da información de imágenes hasta el paroxismo, con el efecto impositivo de obligar al espectador a mirar. En Rothko sólo se palpa la insinuación, la propuesta suave. Las interacciones de color y la fluidez de los contornos harán que las masas se acerquen imaginariamente al espectador, mientras que otras masas se alejarán, también imaginariamente, hacia un espacio infinito que se va adentrando hacia el interior del cuadro. En esos vaivenes se dan cita los vuelos meditativos espaciales. Lo creado procede del éxtasis sublime de Rothko. Démonos la tarea apasionante de descubrir al menos algunos de esos éxtasis.

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