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Columna
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Fabra y Schuman

No caemos en la cuenta de las ventajas que en nuestra vida cotidiana supone el agua corriente hasta el día en que se avería la conducción, abrimos el grifo y no suelta una gota. La contrariedad y el incordio que ello supone nos empuja casi de forma inmediata al taco o al palabro; luego al ajetreo de la compra del líquido embotellado o abrir la cisterna y acarrear el agua siguiendo el modelo trabajoso de antaño. Algo semejante viene a suceder entre el vecindario cuando del ritual de acudir a las urnas se trata, o cuando se reflexiona sobre la construcción de una Europa unida económica, política y socialmente.

Nadie duda a estas altura, respecto al ritual de las urnas, que hace tres meses se quebró la normalidad con que periódicamente acudimos a las mismas, y se quebró de una forma positiva. La tragedia en el metro de Madrid había alterado el ánimo de la ciudadanía, que no respondió a aquella terrible contrariedad con el exabrupto, sino con el silencio y acudiendo masivamente a las urnas. La escasa abstención fue un logro cívico, aun cuando ahora el cabeza de fila de los conservadores castellonenses Carlos Fabra se refiera con desdén a esa participación masiva, hace tres meses, indicando que los socialdemócratas "movilizaron a todo bicho viviente". Se equivoca, como se equivocaron muchos de sus correligionarios cuando lo de las Azores, Irak y todo lo demás. A los bichos vivientes los movilizó menos el PSOE de Zapatero que la línea belicista que iniciara el ex presidente Aznar. Pero ahí quedó esta semana el regüeldo de Fabra; un Fabra que fue calificado de becerro y bruto por Felipe González, de la referencia del castellonense a los bichos vivientes. Y es que en el taco o el palabro, como escribió el maestro Carreter, "se coagula un mensaje irreprimible". Aunque ya aceptamos con cierta normalidad hasta los coágulos irreprimibles de nuestra clase política.

Enfrascado andaba uno en estas cavilaciones, cuando entra en la escuela del barrio donde las urnas y en las dos mesas electorales no encuentra a nadie que no sean los componentes de las mesas o los interventores de las formaciones políticas. Nadie hace cola: mucha tranquilidad, mucha normalidad y, quizás, alta abstención a la hora de escoger a nuestros representantes en el Parlamento europeo. Y a uno, tanta tranquilidad, tanta normalidad y tan poca cola ante las mesas electorales, le llevó de nuevo al símil del agua corriente, que no se valora hasta que no sale una gota del grifo. Es cierto que no hablar de Europa, de la construcción de Europa, de los problemas europeos en una campaña electoral europea, mueve al desinterés. Pero Europa no es sólo el apéndice de la masa continental eurasiática. Es también una comodidad cotidiana como el agua del grifo que supone mayor bienestar social, control y mejoras sanitarias y alimenticias, coordinación policial y un largo etcétera. Pero la Unión Europea supone también el olvido de fronteras inestables y guerras, y eso fue lo que motivó el que ya apareciera en 1949 el embrión de la Unión en forma de Consejo de Europa, del que formarían parte tan sólo los países en donde se respetaran las libertades públicas y los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Y esa idea estuvo presente en la mente preclara de Robert Schuman, pilar de la construcción europea, que pensaba que se alcanzaría la Unión mediante una serie de etapas sucesivas hasta llegar a los Estados Unidos de Europa. Una Unión que a los hispanos y valencianos ya nos aporta ventajas cotidianas, aunque nos suceda con ella como con el agua corriente.

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