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Columna
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Estás en Europa

Enrique Vila-Matas

Cuando oigo la palabra Europa, inmediatamente recuerdo las ruinas y la destrucción tras la II Guerra Mundial. Es un recuerdo trágico pero inventado, pues procede del cine, no ha sido vivido. Me llega, por ejemplo, de las imágenes de la película en la que Lars von Trier reconstruyó el estado de desolación y ruina en que quedó sumida Europa después de la guerra. Hoy esa desolación algunos la ven acercarse a Estados Unidos, tal vez porque la industria del cine de ese país no produce más que catástrofes y tiene, desde mucho antes del 11 de septiembre, el síndrome de la ruina. "Estás en Europa", repetía una voz obsesiva y trágica en la película de Von Trier. Cuando evoco Estados Unidos siento que estoy leyendo a Edgard Lee Masters, el más elegíaco y tal vez el más profético de los poetas norteamericanos del siglo pasado, el autor de un poema en el que, desde el cementerio en que yacen enterrados, los hombres y las mujeres de un pueblo llamado Spoon River cuentan en pequeños epitafios sus tristes vidas.

"Estás en Spoon River", podría decir la voz narrativa de otra película de Lars von Trier, y así contrariar, desde la joven Europa de hoy, las creencias del siniestro Rumsfeld. "Estás en Europa", dice también la voz obsesiva. Cuando pienso en Europa, recuerdo ante todo imágenes de destrucción, pero también inquietantes aunque alentadoras imágenes familiares. Franz Kafka, por ejemplo, a las cinco de la madrugada, volviendo a su casa, con su traje negro y su bombín, avanzando bajo la lluvia por las calles de Praga. Alto, flaco, frágil, moviendo su largo cuerpo como si quisiera esconder una felicidad oculta. "No viviré nunca la edad madura: de niño pasaré a ser enseguida un viejo con los cabellos blancos", le dijo una vez a Max Brod. Estaba Kafka en la Europa de los cabellos blancos con la misma felicidad oculta con la que hoy Claudio Magris navega por la historia del Danubio, pero también con la misma con la que funcionan extraños laboratorios de estudios de la memoria. Como el de Edimburgo, por ejemplo. Allí se habla ya de implantar una memoria completa a los enfermos dañados por el Alzheimer o la senilidad. "Uno duda entre alegrarse y horrorizarse", ha comentado George Steiner al respecto. Da miedo pensar el futuro, pero ya no estaremos. No será como hoy, cuando incluso podemos decir que tenemos la suerte de estar en Europa, en la Europa de la destrucción, pero también en la de acogedoras imágenes familiares.

En Basilea, cerca de la tumba vertical del gran europeísta Erasmo de Rotterdam, hay un lugar que forma parte de mi cartografía personal. Tiene un nombre poco castizo, Dreilandereck, es decir, el rincón de los tres países. Es un espacio en el que uno se encuentra en Francia, Suiza y Alemania al mismo tiempo. Dando un solo paso, uno cambia de país al instante. Las fronteras quedan por momentos reducidas a un juego y se diría que el drama secular huye, se fuga para siempre. Uno allí piensa en Pessoa, que decía que el jardín de su casa de Lisboa se encontraba simultáneamente en esa ciudad, en Portugal y en Europa, y que el único patriotismo bueno era amar ese jardín porque estaba en Europa. Escribo todo esto en el Retiro, en plena Feria del Libro de Madrid, que este año propone que Europa "se construya con libros". Aunque sea utópica no es mala idea, me digo mientras veo a lo lejos a Rodríguez Zapatero, que está riendo feliz comprando libros, aunque ahora sólo le falta aprender a abrirlos con la destreza que da la costumbre cotidiana de hacerlo.

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