Fiestas
El aeropuerto de Lisboa duplica hoy su tráfico porque se juega el partido de fútbol Francia-Inglaterra, de la Eurocopa, y la policía refuerza la vigilancia en los puestos fronterizos de Huelva: Ayamonte, al sur, sobre el río Guadiana, y Rosal de la Frontera, al norte de la provincia, en la Andalucía extremeña, como dice Aquilino Duque. El fútbol es fiesta y movimiento de masas, y existe un nexo interesante entre celebración popular y vigilancia policiaca, entre placer, multitud y delito. El fútbol es un mundo bastante raro, pero el pianista chino Lang Lang (Sheeniang, 1982) decía ayer en este periódico, hablando con Jesús Ruiz Mantilla, que en China el piano es como el fútbol.
Lang Lang sintió la llamada de la música a los dos años, después de ver una película de Tom y Jerry, gato y ratón perversos, terror y furor divertidos, persiguiéndose melodiosamente por el teclado de un piano. Esto es lucha libre sobre un terreno difícil, pero ¿qué tiene que ver el piano con el fútbol? Una tarde, en Sevilla, un magnífico compositor me explicó que el trabajo de un instrumentista es esencialmente físico. Glenn Gould lo cuenta en el diario que llevó entre junio de 1977 y julio de 1978: el pianista Gould no habla de inspiración ni belleza, sino de la posición del cuello, la inclinación del mentón, el juego de las vértebras, la flexión de los pulgares, el material del colchón sobre el que duerme y los efectos del piano vertical sobre el organismo. Habla del cuerpo como un deportista.
El piano está de moda en China, según Lang Lang. Los padres chinos no les compran a sus hijos el último modelo de balón (el balón del Campeonato de Europa parece exigir terribles ensayos para dominarlo virtuosamente): compran pianos, y hay ocho millones de niños pianistas. A los recitales se va con bebida y comida, como al estadio, y se aplaude en cuanto gusta una nota, desde el principio, y a mitad de la pieza, en pleno movimiento y al final de cada movimiento. Esto yo lo viví una vez en Torremolinos, Málaga, lejos de la China, y ahora lo cuenta Lang Lang en Madrid, camino de Nueva York y Chicago, donde tocará a Bela Bartók con Daniel Barenboim (Bartók, por ejemplo, pertenecía a la música que Glenn Gould encontraba físicamente intolerable).
En Granada, en estos días de fútbol europeo en Portugal, empieza el Festival de Música, que ya es una tradición, y una tradición viva, no una superstición repetida todos los años por las mismas fechas. Cuando se fundó a principios de los años cincuenta, el Festival era un asunto más bien exclusivo, el sueño de que, gracias a una minoría culta y elegante, el plomo franquista se transformara transitoriamente en seda y terciopelo, falso imperio austro-húngaro y salón francés decimonónico en un delicado patio de la Alhambra. Ha cambiado con los tiempos el papel de la música: ya no quiere ser signo de distinción para unos pocos felices. Busca la sociabilidad, la plaza pública, el mercado, la feria. Quiere, como dice Enrique Gámez, director del Festival de Granada, esparcirse felizmente por la ciudad. No como el fútbol, quizá, pero sí como una gran conversación, masiva, en la calle.
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