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Columna
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En busca de electores

Los comicios que se celebrarán el día 13 para elegir el Parlamento Europeo siguen sin despertar excesivo entusiasmo en el personal. De cumplirse los pronósticos más pesimistas, la abstención podría alcanzar cifras muy elevadas. En estas circunstancias, el supuesto desinterés de la ciudadanía hacia estas elecciones está siendo objeto de comentarios diversos en artículos periodísticos o tertulias radiofónicas. Para bastantes analistas, el problema principal reside en la incapacidad de los partidos políticos para hacer ver a la gente la trascendencia del proyecto europeo y, en consecuencia, la importancia de acudir a las urnas el 13 de junio. Ahora bien ¿estamos realmente ante un problema de mala comunicación, o es que, en el fondo, hay una gran distancia objetiva entre las preocupaciones cotidianas de la gente y las cuestiones que ocupan la atención de la burocracia de Bruselas?

Muchas veces se ha hablado de la Europa de los mercaderes para definir el actual proyecto comunitario y es que, en la práctica, la mayor parte de las decisiones adoptadas a lo largo de las décadas transcurridas desde la firma del Tratado de Roma han tenido que ver con la construcción de un gran mercado. Un mercado que ha ido imponiendo sus reglas, en la misma manera en que se deterioraban los derechos de la ciudadanía. Los trabajadores del sector naval ven amenazado su empleo por las normas de dicho mercado. Muchos pequeños agricultores han tenido que dejar sus explotaciones como consecuencia de normas aprobadas en Bruselas. Las normas medioambientales quedan casi siempre sujetas a las reglas de mercado buscando preferentemente preservar la competencia, frente a la preocupación por conservar los recursos para las futuras generaciones. La lista podría ser interminable y evidencia la ausencia de objetivos sociales del proyecto.

Poco a poco se ha hecho cada vez más evidente que en Bruselas no se discute de políticas sociales. Nada sobre una legislación laboral europea. Nada sobre una seguridad social europea. Nada sobre derechos homologados en el plano educativo o sanitario. Nada sobre políticas de empleo, siempre sacrificadas a los dictámenes del Banco Central europeo sobre el control de la inflación. Todas estas cosas quedan para los gobiernos de los estados miembros, a los cuales se les exige al mismo tiempo no intervenir, para no interferir en la construcción del gran mercado. No parece extraño que, en estas circunstancias, el nacionalismo siga ganando terreno y que los discursos, sean de Mayor Oreja, o de Ortuondo, se basen en reclamar más poder para España, o más representación paras Euskadi. Si es en cada territorio en donde deben solucionarse los problemas sociales, es lógico que los territorios reclamen más poder.

Tampoco otros temas que preocupan a la gente tienen visos de decidirse en las instituciones comunitarias. No habrá, a corto plazo, una política exterior común, de manera que la participación en aventuras como la de Irak seguirá dependiendo del Aznar, Berlusconi o Blair de turno. Tampoco habrá una posición conjunta sobre el Tribunal Penal Internacional, e incluso el Protocolo de Kioto comienza a ser cuestionado por algunos gobiernos europeos.

Lo cierto es que ningún partido, o coalición de partidos, se presenta con un programa europeo que interese y movilice a la opinión pública. Las listas electorales están pobladas de gente cuyo principal interés parece a veces asegurarse un dorado retiro en un Parlamento sin apenas capacidad de decisión, mientras los gobiernos de los estados miembros siguen conservando todo el poder. No es de extrañar que, así las cosas, los candidatos se esfuercen -vanamente en mi opinión, en función de lo visto en la campaña- en captar electores. Pero parece difícil que lo consigan mientras se empeñen en afrontar estas elecciones sin plantear los temas que podrían hacer de la construcción europea un proyecto más atractivo.

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