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Una campaña agónica

Admitamos de entrada que las elecciones europeas de pasado mañana no han tenido suerte con el calendario. A lo largo de los últimos 13 meses, la totalidad o porciones muy significativas del censo electoral español han sido convocadas a las urnas para renovar los ayuntamientos y la mayor parte de los parlamentos autónomos (25 de mayo de 2003), para sustituir precipitadamente una Asamblea de la Comunidad de Madrid bloqueada por el transfuguismo (26 de octubre de 2003), para elegir un nuevo Parlament de Catalunya (16 de noviembre de 2003), para escoger diputados al Congreso y senadores, además de un Parlamento de Andalucía (14 de marzo de 2004).

Por añadidura, esta apretada secuencia de comicios ha sido cualquier cosa excepto plácida, se ha visto aderezada con sorpresas, golpes de efecto y fuertes sacudidas emocionales: la ya citada crisis de la Comunidad de Madrid -que contaminó todo el debate político estatal durante el pasado verano-otoño-, la endiablada aritmética del escrutinio catalán de noviembre -que dio lugar a semanas de suspense y, por fin, a un histórico cambio de mayoría en la Generalitat-, las tempestades mediáticas levantadas alrededor de dicho cambio, el choque brutal de los atentados del 11 de marzo y, tras la conmoción subsiguiente, el vuelco de las intenciones de voto y la inesperada victoria del presunto perdedor... En suma, no creo exagerar si digo que, apenas investido, Rodríguez Zapatero y pongamos que estabilizado el Gobierno de Maragall, a los políticos les correspondía comenzar a trabajar por el interés público desde sus nuevas responsabilidades de poder u oposición; en cuanto a los ciudadanos, se merecían una buena vacación, unos meses de silencio y quietud tras el curso políticamente más ruidoso y estresante en varios lustros.

Pero no ha podido ser y, obligados a adentrarse en un enésimo sprint electoral, candidatos y votantes lo han hecho cortos de fuerzas, confiados en que el piloto automático -o sea, la inercia de las campañas anteriores- les permita cumplir decorosamente el trámite y alcanzar un bien merecido descanso estival. En los aparatos de los partidos, los síntomas de agotamiento tanto material como doctrinal son múltiples. Tomemos, por ejemplo, los programas: si para las generales del pasado marzo el Partido Popular echó el resto con un mamotreto de 425 páginas y más de un kilo de peso, ahora cubre el expediente con un opúsculo de apenas 24 páginas y más liviano que el catálogo de ofertas del supermercado de la esquina. Pero es que la mayor parte de sus competidores ni siquiera se han tomado la molestia de imprimir un documento análogo: se limitan a colgarlo en la página web o distribuirlo en CD-ROM; sólo Esquerra Republicana -síntoma, quizá, de crecimiento y holgura económica- ha editado un programa como mandan los cánones: 52 páginas de cuidada tipografía, cubiertas de cartulina a todo color, etcétera.

Austera también en el gasto de carteles, de banderolas y de vallas publicitarias, la campaña electoral europea que finaliza esta próxima medianoche resulta especialmente pobre -más que pobre, obsoleta, vuelta hacia el pasado, guisada con sobras de anteriores contiendas- a juzgar por los contenidos que han propagado los dos grandes partidos estatales. Pese al guiño de modernidad impostada del pásalo, resulta difícil imaginar discurso más apolillado que el de Jaime Mayor Oreja ("el archivo de Salamanca debe ser uno porque la historia de España es una"), ni pretensión más rancia que la de corregir el voto "trucado" -Manuel Fraga dixit- del 14 de marzo y restaurar así el honor del aznarato, ni una reaparición más lúgubre que la de Alejo Vidal-Quadras tratando de empujarnos de regreso a los primeros años noventa.

Todavía en estado de gracia y con el viento a favor, los socialistas han empleado una retórica más hábil, pero siempre en clave de pasado (hay que "remachar la victoria" del 14-M, "tornarem a derrotar el PP", no olvidéis las Azores e Irak...) y con escaso contenido europeo. Emparedadas entre el PSOE y el PP, las otras tres opciones con posibilidades -hablo de Cataluña- no sólo padecen la lógica bipartidista y estatalista de estos comicios, sino que se desangran en una batalla estéril sobre cuál de ellas defenderá con más autenticidad y eficacia los intereses catalanes ante la Unión.

En tales condiciones, es de lamentar pero no de extrañar que la actitud escéptica y distante del pueblo soberano haya marcado los últimos 14 días de actividad preelectoral: predominio absoluto de los actos ligeros (el candidato comparece en petit comité ante los periodistas que siguen su campaña, o bien visita, a salvo de sorpresas, territorio amigo...), moderada afluencia a los mítines de masas, audiencia bajísima -la peor de la temporada en esa franja horaria- para el único debate múltiple emitido por TVE el jueves 3 de junio... Sí, anoche el PSC quiso romper esa tónica de cansancio y somnolencia haciendo un Sant Jordi, y no dudo que logró llenar el olímpico palacio; pero no hay que confundir la buena logística con el entusiasmo espontáneo: de éste, la elección de la Cámara de Bruselas y Estrasburgo ha levantado bien poco.

Con todo, es preciso votar, y hacerlo tanto como sea posible en clave europea: la inminente Constitución, los retos y las oportunidades de las sucesivas ampliaciones, el futuro de la Unión como mero directorio de Estados o como confraternidad entre muchos más de 25 pueblos, el reconocimiento de Cataluña en uno u otro horizonte... Pero por favor, a partir del lunes 14 de junio que los gobernantes gobiernen, las oposiciones fiscalicen... y los ciudadanos podamos tomarnos un respiro.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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