Sin miedo
Había un niño en mi colegio que volvía todos los días a casa dándole patadas al balón. Así cruzaba la calle, así esperaba a que el semáforo se pusiera verde, y así nos iba esquivando a los otros niños, charlando entre los jadeos del esfuerzo. Aquel chaval no se iba directamente a casa, se quedaba en el parque y esperaba a que los otros chicos bajaran con la merienda para echar un partidillo. Su madre trabajaba, así que él pasaba el día en la calle. A mí la independencia de aquel chaval me daba entre pena y envidia; me provocaba intriga pensar cómo sería la vida si tu madre no estuviera siempre en casa. De cualquier forma, la libertad con la que nos movíamos los niños era extraordinaria. Recuerdo estar jugando en la puerta del bloque hasta las tantas. Pero en los años ochenta, poco a poco, los niños desaparecieron de la calle, y ya no digamos, los niños solitarios. El sonido de un chaval dando patadas a un balón dejó de oírse. Ese insignificante hecho, en el fondo, cambió el mundo. Los niños empezaron a ir siempre con una chica a su lado, suramericana, africana, de la Europa del Este. La ciudad se pobló de canguros. Llegó a haber tantos canguros como niños. Los padres no concebíamos que un niño pudiera dar un paso sin una cuidadora. Pero resultó que las canguros inmigrantes tuvieron hijos o se los trajeron de sus países, y como las canguros no pueden permitirse el lujo de pagar canguros, el centro de la ciudad de pronto se ha poblado de niños libres: chinos, coreanos, suramericanos, marroquíes. Juegan al balón en cuanto tienen 20 metros cuadrados libres, los ves charlar en los bancos como hacíamos nosotros. Christian y Mayra, por ejemplo, cruzan la ciudad todos los días para ir a la escuela. Se saben el mapa del metro de memoria. A veces, los sábados van a buscar a su madre al trabajo. Tienen doce y ocho años. Sus rasgos son ecuatorianos y su habla madrileña. Extienden su mapa suburbano antes de salir y acuerdan el recorrido. Los veo marchar de la mano, controlando cada paso, llegando a la hora prevista. Van solos al colegio, a hacer recados, a buscar a mamá a barrios lejanos. No tienen miedo, ni su madre ni ellos. Ahí los tienes, parece que van a comerse el mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.