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IDA y VUELTA
Columna
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La historia del mundo

Enrique Vila-Matas

Ayer quise salir a la calle en busca de materia prima para este artículo. Pero salir no ha sido para mí nunca fácil. Me vuelvo muy maniático y supersticioso a la hora del acto trascendental de salir. Se lo conté, un día, a Justo Navarro, que después hizo un artículo sobre esto. Le conté que, en cuanto abro la puerta y salgo al rellano para llamar al ascensor, me invade la preocupación por dominar al destino y generalmente retraso 20 o 40 segundos -según el grado de superstición de aquel día- mi entrada en el ascensor. Intuyo que esos segundos serán preciosos, que todo lo que va a sucederme no ocurrirá ni mucho menos exactamente igual a como habría ocurrido de haber salido a la hora en punto. Pararé, por ejemplo, un taxi diferente al que habría parado unos segundos antes, y eso hará que todo transcurra para mí de una forma distinta a la que había planeado el destino.

"Es optimista mi amigo", escribió Justo Navarro. "No piensa que, esperando esos segundos, quizá esté alejándose del vendedor de lotería que regala fortuna: cree que esos segundos perdidos lo librarán de todas las piedras que en este momento están cayendo de todos los tejados del mundo. Cree que así se aleja de la mala sombra". Estas palabras me hicieron ver que yo era muy burro creyendo que el retraso en salir de casa siempre me favorecía, y en eso precisamente pensé ayer en el momento de ir a salir de casa. Llevaba ya 20 segundos retrasando la salida cuando pensé si eso no iba a perjudicarme, pues tal vez me haría llegar tarde a la noticia que me esperaba a mí solamente en la calle y que me permitiría escribir el artículo de mi vida.

Me enredé en el rellano. Salí y volví a entrar en casa varias veces. Pensé en Hoy he decidido, una novela de Carlos Trías sobre la indecisión a la hora de salir de casa. Cuando miré el reloj, había perdido ya un minuto. Tres veces, al volver a entrar, toqué la varita mágica que compré con Cristina Fernández Cubas en Colonia, esa varita en la que confío porque creo en los poderes de Cristina. También tres veces me hice la señal de la cruz, porque la verdad es que no soy supersticioso de un solo tronco del árbol de la vida. Y el caso es que me demoré tanto que el reportaje callejero comenzó a alejarse, a perderse en el tiempo. ¿Qué es el Tiempo? En ese tema precisamente me puse a pensar en el rellano. Perdí otros segundos. Volví a entrar en casa y recordé que había alquilado en soporte DVD la versión cinematográfica de El secreto de Joe Gould, un admirable libro de Joseph Mitchell, publicado hace cinco años por Anagrama. La película estaba dirigida por Stanley Tucci, que intervenía como actor incorporando el papel de Joseph Mitchell, el famoso periodista que publicó en el New York Times la historia real de un viejo clochard, Joe Gould, que se dedicaba a escribir La historia oral del mundo. Esa historia era la trascripción de los miles de conversaciones que oía por las calles de Nueva York, un intento descomunal de abarcar, en todas las palabras de la gente anónima, la historia del mundo y la desdicha de las palabras dichas. Ayer me quedé en casa viendo ese homenaje a los tiempos heroicos y brillantes del periodismo de calle y a los días en los que parecía que la humanidad tenía más tiempo. Hoy sigo sin salir de casa. Me preparo para salir, pero al mismo tiempo me pregunto si la historia del mundo no es mejor abarcarla en casa. ¿Qué es el Tiempo? Me detengo en el rellano, vuelvo a entrar, pierdo otros segundos, tal vez porque estoy en el mundo. ¿Qué es el mundo? Paro el oído y dejo que Joe Gould me cuente su historia y termine el artículo.

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