Bob Wilson se toma su tiempo
Uno. En teatro, como en casi todo, pueden gustarte mucho cosas que apenas te interesan. Un ejemplo reciente: Fama. Otro ejemplo, aún más reciente: lo último de Bob Wilson, en el Lliure/Fórum, y el pasado fin de semana en el Español. Esto suele ser así por tres motivos, más o menos combinados: a) porque tales cosas están muy bien hechas o b) porque derrochan entusiasmo y/o c) porque consiguen lo que se proponen. Lo último de Bob Wilson se llama Í La Galígo, un nombrecito que de entrada se las trae. Durante un tiempo yo creí que la Í era un I, es decir, que el espectáculo era la primera entrega de algo llamado La Galigo; algo que me sonaba más bien a ópera barroca, como La Calixto. También me sonaba a luces de gálibo, un término del exótico (para mí) mundo de la conducción automovilística, hasta que me enteré de que la función bebía en un exotismo mucho más lejano. Lejanísimo: Wilson se ha inspirado en el Sureq Galigo, un poema épico de la región de Sulawesi, al sur de Indonesia, que cuenta con la friolera de seis mil folios. Lo importante es que el Sureq Galigo es algo así como el mito fundacional del pueblo Bugi, danzón por definición, como pudimos comprobar. Es un mito preislámico, o sea, mucho más divertido y sensato que el islamismo, y que los islamistas me perdonen. Casi todos los mitos fundacionales y "pre"-algo se parecen, y suelen ser mucho más libres y suculentos que lo que vino luego. His Dark Materials, la trilogía de Philip Pullman, algo así como la versión perversa de Harry Potter, tildada de herética (hablo en serio) por las escuelas católicas del Reino Unido, comienza narrando la historia de una pareja que no puede amarse porque habita en universos paralelos y acaba postulando la absoluta innecesariedad de Dios. Bueno, pues Í La Galígo viene a contar lo mismo, sólo que tropecientos años antes. En la cosmología de los Bugis hay tres mundos. El Superior y el Inferior pertenecen a los dioses, que son buenos y malos según les peta, como cualquiera de nosotros. El mundo Medio estuvo habitado por gente "normal" y por los descendientes de los dioses hasta que, y ése es el gran hallazgo, los dioses decidieron, muy sensatamente, ocuparse de sus asuntos y dejar en paz a los habitantes del mundo Medio, o de la Tierra Media, como diría Tolkien en otra mitología coincidente. Al final de Í La Galígo, los dioses vienen a decir, en traducción aproximada: "Ahí os quedáis. Entendámonos: lo que es existir, existimos, faltaría más. Pero como cada vez que hemos intervenido en lo vuestro se ha armado el pitote, casi mejor os apañáis solitos. Aprended a creer en vosotros mismos, no hagáis el cabestro y pasadlo bien en las fiestas".
Dos. Bob Wilson cumple lo que se propone, pero no nos lo pone fácil. Í La Galígo avanza sin prisa y sin pausa. Literalmente. Sin prisa: tres horas y cuarto. Sin pausa: no hay un maldito intermedio. Wilson dice que es para no cortar el rollo, la atmósfera, aunque cualquier mal pensado diría que trata de evitar la fuga del personal. La noche del estreno, en el Lliure, un centenar de ese personal puso gueule d'atmosphére, como Arletty, y se dio el piro. Lo entiendo y lo comparto, pero sólo por un miedo cierto al Síndrome de la Clase Turista, porque cosas infinitamente más tediosas ha aguantado la parroquia. Formalmente, Í La Galígo es de una belleza que corta el hipo. Wilson y su equipo se han tirado cuatro años levantando el espectáculo, y a fe que se nota hasta en el menor detalle. La luz y el vestuario parecen concebidos por el Michael Powell de Black Narcissus. La música, interpretada en directo por el grupazo de Rahayu Suppangah, es una maravilla y hace que a la salida corras a comprar el compacto, cosa que les recomiendo. Lo importante de esta música es que funciona como un metrónomo, una fuente de pulsión rítmica, y la función avanza pegada a ella como un guante, algo que sólo sucedía esporádicamente en Loungta, del Zíngaro. Durante casi dos horas permanecí pegado a la butaca, imantado por la soberbia conjunción de esas dos energías, musical y escénica: en ese negociado Bob Wilson no tiene quien le tosa. En el de la narración, sin embargo, cojea más que Romanones. Hablo de narración en un sentido múltiple. Wilson es un narrador abstracto, más atento a los ritmos secretos que a los conjuros del relato. Un relato que tampoco es fácil: no es que hablen mucho, pero para seguir los avatares amorosos del príncipe Sawerigading y la princesa Tenriabeng sin pillar una meningitis hace falta algo más que los resúmenes del programa de mano. Quizá por beber de la misma fuente, Í La Galígo tiene muchísimo que ver con los primeros espectáculos "orientales" de Peter Brook, desde Midsummer Night Dream hasta The Ik y la Conference des oiseaux, aunque no llega, ni de lejos, a la culminación del Mahabharata. Claro que no toda la culpa es de Wilson: el Mahabharata era el padre y la madre de todas las historias, un mega Shakespeare auroral, y el Sureq Galigo, al menos por lo que vimos o intuimos en el Lliure, no pasa de ser una fábula, un cuento maravilloso con una gran y profunda moraleja, pero cuya complejidad no parece ir más allá de las fastuosas y esquemáticas danzas de la Ópera de Pekín. Dicho de otro modo, el trabajo de Wilson es tan perfecto como el de Brook, aunque sin el calado y la doble pasión, narrativa y humanística, de Brook. En Í La Galígo hay coreografías pasmosas, grandes árboles y navíos mágicos, cuentos sutiles y sutilezas sin cuento, pero personas, lo que se dice personas, pocas: ése es su juego, con todo su hueco y todos sus relieves.
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