De nadie y de todos
Parece ser que Unamuno no está del todo olvidado y que hay algún intento de lanzarle de nuevo al ruedo. Unamuno escribió de todo, incluidas algunas novelas que él, curándose en salud, llamaba nivolas. Abolía el espacio, el tiempo, el entorno físico, social y humano. Contrariamente a los neohistoricistas, que pecan de más, él pecaba de menos. A él le interesaba una u otra pasión, o mejor dicho, sus efectos; pues remontarse a los orígenes y desmenuzar sus vaivenes, no era empeño para el que estuviera dotado. Así, Abel Sánchez es una nivola que nos presenta los devastadores efectos de la envidia, que para Unamuno era el gran vicio nacional. No se sentía bastante adorado el por otra parte inteligente y muy culto rector de Salamanca. La envidia es perfectamente internacional, aunque es cierto que halla más estímulo en las sociedades más competitivas porque en ellas la carrera de ratas es un componente esencial del sistema económico. Aunque no lo dijera (que yo sepa) Unamuno creyó servirse de un modelo, el Quijote. El caso es que la novela de Cervantes no tiene nada de específica. Ni es castellana ni ibérica.
Quien esto escribe es devotísimo de esta novela desde su infancia y la cito cuando me encaja, a sabiendas de que a algunos eso no les gusta demasiado. Preferirían que citara a Baltasar Porcel; y digo a Porcel porque este señor despoja de casi todo valor al Quijote. Encuestados los más notables novelistas del mundo entero, la respuesta es abrumadora: Don Quijote de la Mancha es la mejor novela jamás escrita. Uno no necesita conocer la última encuesta para reponerse del juicio de Porcel, porque dicho juicio sólo le causó hilaridad y una penosa impresión. El prejuicio siempre es malo y a veces letal. Idiotizante.
El Quijote tiene muy poco o nada que ver con el alma nacional de ninguna nación. Podría haber sido escrito en cualquier lengua y, con escasas correcciones, en cualquier lugar de Europa. Como Unamuno, pero por razones soberanamente superiores, Cervantes omite. A la naturaleza apenas si le presta atención, los personajes son prototipos, de la fisonomía de su aldea nada se dice, como tampoco nombra a Madrid; sólo Barcelona parece despertar el interés de su hidalgo. Detalles menores, como la comida, sólo aparecen en las bodas de Camacho, y eso, por perentorio imperativo del guión. El episodio, sin embargo, es totalmente ajeno al costumbrismo. Sólo una vez, que yo recuerde, dice de los manchegos que son "gente tan honrada como colérica". No se describe la casa de Alonso Quijano y de este futuro Don Quijote sólo sabemos que "era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro".
El inicio de la novela ya nos revuelve inquietos: "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...". Estrictamente hablando, pudo suprimirse "de la Mancha" y dejarlo "en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme", pero la indiferencia de Cervantes hacia la geografía, no es tanta que le induzca a romper el maravilloso ritmo del párrafo. Pero, ¿no quiere o no puede acordarse? ¿Sólo nos acordamos realmente de lo que nos interesa? ¿Daba igual un lugar que otro? A lo largo de la novela se irá despejando este enigma. La adhesión a un lugar le está reservada a Sancho, es sanchopancesca. De retorno a su aldea, vista ya por el escudero desde un promontorio, se hinca de rodillas y entona: "Abre los ojos, deseada patria y mira que vuelve a ti Sancho panza, tu hijo...". "Déjate desas sandeces", dice don Quijote, a quien la patria le importa un bledo. Sobre todo si la patria es su aldea, "gobernada", al parecer, por el cura, el barbero y el bachiller Sansón Carrasco. No se nos dice que haya en el lugar algún otro hidalgo ni hay la menor referencia a los poderes fácticos. Y sin embargo, la crítica al poder civil, al eclesiástico e incluso al económico puebla sutilmente las páginas de la novela. A mi entender, una hazaña literaria sin parangón.
Don Quijote toma por gigantes unos cueros de vino tinto y la emprende a cuchilladas con ellos. Sigue una escena delirante, la ventera pone el grito en el cielo, interviene la clientela y "la hija (de la ventera) callaba y de cuando en cuando se sonreía". Nada sabemos de esta hija salvo que existe, pero esa frase nos causa una honda impresión. Es un comentario virginal, femenino, dulce e irónico, al teatro grotesco del mundo. Y lo que nos maravilla es la espontaneidad con que el narrador introduce a la muchacha y su sonrisa, esa sonrisa de un dios analfabeto y profundo, indulgente con ese extraño bípedo que monta tales circos y que, en su conjunto, llamamos la humanidad. "La hija callaba y de cuando en cuando se sonreía". Escribió Borges que Quevedo es un maestro y Cervantes un amigo. Sí, amigo de los seres humanos, hablen el idioma que hablen, estén donde estén y monten los circos que monten. Don Quijote no va de la aldea al mundo, sino del mundo a la aldea; no de lo particular a lo universal sino de lo universal a lo particular. ¿Castellano? ¿Español? Mezquina tontería. Cervantes era de todos en general y de nadie en particular. Como ninguno lo entendió Dostoievski. Concluyo con una cita del autor ruso, reproducida en EL PAÍS por Alberto Manguel, con motivo del aniversario de la muerte de Cervantes.
"No hay nada en el mundo más profundo y poderoso que esta obra. Es la última y la más grande de las voces del pensamiento humano, es la más amarga ironía jamás expresada por un hombre, y si el mundo se acabase y a la gente se le preguntase allí, el algún lado, 'bueno, entendisteis vuestra vida sobre la tierra, y de ser así, ¿Qué conclusiones habéis sacado?', alguien podría apuntar al Quijote y responder: 'Esta es mi conclusión sobre la vida. ¿Podéis juzgarme a través de ella?".
Preséntese el Quijote en el juicio final y la humanidad entera será absuelta, afirma Dostoievski. La humanidad pasada, presente y futura, no la que habita y habitó aquí o allá. Cuando leo el Quijote nunca se me ocurre explicarme a España ni encontrar en esta obra rasgos específicamente españoles. En un punto hay que estar con Unamuno. Leía esta obra en castellano y también en inglés, gustándole mucho en esa lengua. O así lo decía. Buen detalle.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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