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Columna
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Tierra de nadie

Tenemos tendencia a considerar las elecciones como el final de una competición o como la culminación de un ciclo. En efecto, las elecciones a veces son un corte, el final de una época y el principio de otra. Respondiendo a una energía duramente condensada en la sociedad, los votos del cambio descargan en forma de tormenta y promueven, acto seguido, un clima completamente nuevo y despejado. Tal ha sido el efecto de las elecciones generales del pasado marzo. Las elecciones catalanas de noviembre, en cambio, no respondieron a este modelo rupturista. Se plantearon, sí, como una competición, pero, por segunda vez consecutiva, se resolvieron en forma de significativo empate. El heredero del viejo campeón no fue vencido (aunque reveló el agotamiento del modelo), y el aspirante no venció, aunque llegó a la meta, agotado, junto al no menos agotado campeón. La imagen de los dos contendientes recordaba a los púgiles llegando al último asalto con la cara tumefacta y las piernas flojas, abrazándose al contrario más que para hundirle, simplemente para sostenerse. Esa es la impresión que provocaron Artur Mas y Pasqual Maragall alardeando ante su público de una victoria que no se produjo. Me refiero, naturalmente, no a la victoria literal, por escaños o votos, sino a la victoria moral: la que permite ser líder de una nueva etapa no sólo ante los dóciles políticos del Parlamento, sino ante la sociedad. Por haber terciado en la disputa con un resultado más que digno, apareció Josep Lluís Carod-Rovira como el auténtico vencedor de las elecciones. Su doble llave le permitía un nivel de juego muy superior al de su exacta respresentatividad: el 16%, que da la medida de su real, limitado, impacto en la sociedad catalana.

El discurso sobre los símbolos sigue centrando el debate en Cataluña

El paisaje que las elecciones mostraban no era, por tanto, ni un principio ni siquiera un final. Era un paisaje nebuloso, una tierra de nadie en la que se percibían y siguen percibiéndose signos contradictorios. El pacto del Tinell promovió, sí, un cambio de inquilinos en la gobernación de las instituciones y ha implicado, por consiguiente, la interrupción del largo ciclo gubernamental de CiU, pero no hay que confundirlo con el final de una etapa ideológica. Durante las elecciones, el discurso nacionalista, bifronte, marcó, quizá con mayor radicalidad que nunca, los puntos cardinales del país. Sigue marcándolos: la selección de hockey se convierte un día sí y otro también en el gran tema de debate, mientras que tremendas realidades quedan invisibles: nuestros pobres son ya el 20%.

El discurso sobre los símbolos sigue centrando el debate en Cataluña. El espacio nacionalista se ha partido en dos. La división genera apasionadas dinámicas de competición, y esta dinámica refuerza, radicaliza ideas y sentimientos nacionalistas, pero las encierra en un círculo: no penetra en nuevos espacios sociales. El nacionalismo pesa, pero no progresa. En contrapartida, se detectaban en noviembre y se siguen detectando en algunos segmentos de la sociedad catalana signos de saturación de la jerarquía de lo nacional, expresados a veces de manera pintoresca (auge del Real Madrid en Cataluña) y a veces de manera preocupante (aparición, en las zonas más depauperadas, de grupos de jóvenes -punta de lanza de un desasosiego social que no encuentra suficiente atención- que manifiestan una clara hostilidad al nacionalismo catalán y adoptan con radicalidad las formas más extremas del nacionalismo antagónico). En este contexto habría que situar asimismo la percepción de algunos sectores de la mesocracia y de la Universidad que sugieren una pérdida de horizontes y perspectivas para la economía catalana y que refuerzan la impresión de que el país se ha extraviado. Por si fuera poco, Europa, aquella Europa en la que Cataluña supuestamente iba a estar tan cómoda, aquella Europa en la que estábamos sin estar desde el principio de los tiempos, aparece detrás de una pérfida sombra madrileña dispuesta a frustrar las añejas expectativas. La forma política, de momento irreversible, con la que la Unión Europea ha ido perfilándose se halla cada vez más lejos de los pequeños microcosmos culturales que forman el calidoscopio del continente. Está cerca, demasiado cerca, de los Estados (y también muy lejos, demasiado lejos, del concepto de ciudadanía europea, cosa que aquí, como en general en toda Europa, preocupa más bien poco: en el interior de cada Estado siguen interesando las competiciones internas de origen ochocentista, mientras el mundo entero se oscurece bajo las modernas sombras globales).

Por supuesto, ciertos capítulos desarrollados en nuestro paisaje político desde noviembre han tenido su efecto. Desde el viaje de Carod Rovira a Perpiñán (que incluye el magnífico resultado electoral en Madrid en virtud del cual lanza con fundamento una doble OPA: sobre el espacio convergente y sobre el socialista) pasando por el efecto ZP y el reforzamiento que significó para Maragall la inteligente gobernación de la crisis de Perpiñán. Las espadas están en alto. Todos compiten contra todos para hegemonizar la tierra de nadie. Radicalizándose para no desaparecer, los convergentes caen en la trampa de Carod y pueden perder buena parte del capital acumulado por Jordi Pujol (equilibrista insuperable en el arte de compaginar pragmatismo y fantasía nacional). Una y otra vez, los socialistas son atrapados con el paso combiado. ¿Dejarán alguna vez de pedir perdón? ¿Serán capaces de hacer de una vez por todas los deberes ideológicos que les corresponden y de ofrecer, consiguientemente, al país una alternativa propia a la complejidad catalana que encarnan desde 1977? Si la respuesta a esta pregunta es afirmativa, el combate ideológico puede ser interesante. Si no, el combate terminará planteándose, de nuevo, a pesar de la supuesta hecatombe catalana del PP, entre polos nacionalistas extremos. En forma disyuntiva: o catalanes o españoles. Los fallos de gobernación, las contradicciones del tripartito, las zancadillas y el resentimento de los convergentes forman parte del ruido superficial. El mar de fondo es la competición no electoral, ideológica, de todos contra todos para hegemonizar la tierra de nadie. Algo se fue, ciertamente, en octubre, pero lo que está por venir todavía no ha llegado.

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