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Columna
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Frutas de primavera

El libro es, cada vez más, un producto de temporada. Llega a Madrid la Feria del Libro como un mercado de frutas de primavera. Es obvio que la lectura está a disposición de cualquiera durante todo el año, pero a muchos madrileños no se les ocurre comprar un libro más que en junio, cuando el paseo de Carruajes del Retiro se eriza de puestos. Parece que el libro se degusta de manera diferente si se adquiere en la Feria, de la misma manera que no sabe igual una frambuesa cogida del embalaje de plástico del supermercado que directamente de la zarza. Hoy es tiempo de novedades editoriales como dentro de quince días tocará ver los partidos de España en la Eurocopa o hace una semana estaba en alza criticar pamelas.

Leer, al margen de llevarse estos días, es un valor creciente. En estos momentos de crisis lectora, especialmente entre la juventud, las campañas que fomentan la lectura han dotado al libro de un aura de pureza y autenticidad frente al lenguaje envilecido y alienante de la televisión. Leer un libro se ha convertido en un ejercicio que denota un cuidado interior, una botánica del alma, una preocupación por el espíritu y la mente. ¿Qué clase de persona es hoy la que no lee? Ignorar la literatura delata un descuido y una dejadez reprochables, una falta de aspiraciones y autoestima, es como desatender la higiene personal o despreciar las dietas cuando se empieza a tener dificultades para encajar en los asientos de clase turista.

Hay que leer, de acuerdo, ¿pero cualquier cosa? La revalorización del libro como remanso de información y disfrute tranquilo y silencioso frente a la comunicación insustancial y espídica de las videoconsolas, las páginas animadas de Internet, la tele o, incluso, la radio, permite que casi cualquier lectura valga. Ahora el simple hecho de leer parece que dignifica, frente a la gran cantidad de gente que no abre un libro. Además, ya no hay excusas para obviar la lectura. A medida que el número de publicaciones anuales aumenta, parece intolerable que uno no encuentre algún libro a su medida, desde un manual sobre cómo casarse debajo del agua hasta las confesiones de una trapecista ninfómana.

La trivialización de los contenidos y, a la vez, la sobreestimación del libro ha desembocado en un fenómeno insólito: el libro proporciona placer sólo con comprarlo, no es indispensable leerlo. Un gran número de los visitantes de la Feria (que no lectores, ésos se encuentran en las librerías en pleno invierno) no buceará jamás en los ejemplares adquiridos. Muchos de los paseantes del Retiro compran libros para apaciguar un remordimiento intelectual o para adquirir una dosis de respetabilidad y distinción. Un gran número de madrileños se sentirá en paz consigo mismo poniendo estos días un libro en su vida, como lo hacen el resto del año donando limosnas o comprando desodorantes que no dañan la capa de ozono.

La escasa afición a la lectura y la baja calidad de la mayoría de las publicaciones ennoblece al lector y revaloriza al buen libro. Pero ¿qué ha pasado con el escritor? Ante la creciente avalancha de obras firmadas por famosos en disciplinas ajenas a la literatura, la figura del autor se ha devaluado. En consecuencia, el escritor tradicional, cuya única dedicación en la vida es escribir libros, resulta poca cosa. Ahora es normal ser presentador, humorista, cantante, cocinero, tertuliano o ex presidente y, además, escritor. Lanzar un libro se ha convertido en una consecuencia lógica de una fama adquirida, por supuesto, al margen de la escritura. Alguien que sólo redacta libros parece anticuado y algo limitado. Un hombre o una mujer admirables, sin duda, pero probablemente aburridos y sin carisma.

Mientras que la mayoría de los escritores a la vieja usanza, sin rostro ni más profesión que la de ensamblar palabras, observan cómo los visitantes de la Feria pasan distraídos ante su caseta, el famoso que ha escrito un libro colecciona admiradores en fila india. Probablemente esos admiradores no lean el libro jamás, lo más seguro es que sólo busquen ver en persona a alguien de la tele y adquirir una dedicatoria. Así, con la firma del autor lograda tras largos minutos de espera bajo un insolente sol, el libro se convierte más que nunca en un objeto preciado independientemente de su lectura, en un ejemplar que colocar en la estantería del comedor como un trofeo de temporada.

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