La etapa europea
Si, como pretende Sloterdijk, la historia es un ejercicio de construcción y transformación de tabiques, Europa está en plena efervescencia histórica. Cayeron varios tabiques a finales de la década de 1980, alguno de ellos con fama de indestructibles; se construyeron otros nuevos en los noventa, a menudo con un alto precio de sangre; y los tabiques que se lleva por delante la ampliación europea no consiguen derribar las barreras mentales y culturales que separan unos territorios de otros. El resultado es que la Unión Europea crece en extensión y en competencias en medio de un gran escepticismo ciudadano que en algunos casos llega a ser indiferencia o rechazo. De modo que a dos semanas de las elecciones europeas se detecta escasa movilización ciudadana, que no se corresponde con la importancia que tienen para nuestra vida cotidiana las decisiones que se toman en Bruselas.
Hay que consolidar el poder emergente de una opinión pública de dimensión europea
Los gobiernos tardaron en apelar a la ciudadanía. Europa crece y la desconfianza continúa.
Sin duda, este desinterés tiene que ver con el modo en que se ha realizado la construcción europea. Una revolución desde arriba, a la que los ciudadanos sólo han sido convocados cuando el proceso ya andaba y siempre con muchas reticencias, como si hubiera cierto miedo a darles protagonismo. Si se me permite el juego de palabras, los políticos dejaron la política para el final y esto se paga. Primero, Europa fue un mercado, y así se llamó incluso, lo cual no era el mejor reclamo para ganar la adhesión de la ciudadanía. Pero los Estados-nación eran sagrados y se trataba de evitar que nadie pudiera entender que las campanas doblaban por ellos. Después, empezó el movimiento de tabiques. Sin levantarlos del todo, los tabiques interiores se hicieron más permeables y las barreras se trasladaron a la periferia, al perímetro Schengen. La caída del gran tabique de la Europa central permitió replantear el futuro, cuando el fin de la guerra fría propició la definitiva reconciliación europea. El punto negro está en los Balcanes, donde Europa fue incapaz de impedir la retabicación étnica. Y ahí están como el gran problema pendiente y, al mismo tiempo, como recordatorio permanente de que la construcción europea está lejos de terminar y que las pulsiones destructivas contra las que la Unión se forjó siempre pueden volver.
Los gobiernos europeos empezaron a apelar a los ciudadanos demasiado tarde. Y éstos, inevitablemente, respondieron con desconfianza. Europa crece y la desconfianza continúa. Los ciudadanos nunca han visto la proximidad y transparencia exigibles en unas instituciones de nuevo cuño. Los Estados han aceptado recortes muy importantes de su poder: ¿alguien podía imaginar que los grandes países europeos renunciarían a su moneda? Pero quieren seguir teniendo las riendas de la situación. Y, sobre todo, no quieren dar muestras de debilidad delante de su electorado. Los ciudadanos se movilizan para votar a sus dirigentes nacionales (que al fin y al cabo forman el órgano superior de la Unión). Y les cuesta mucho entender que haya relación alguna entre su voto en unas elecciones europeas y lo que se decide en los órganos comunitarios.
La construcción europea ha coincidido con un período de intensificación del proceso globalizador. Esta aceleración del tiempo y contracción del espacio han generado desconcierto como ocurre cada vez que se rompen los esquemas que hacen referencia a la vida cotidiana de los ciudadanos. Ante la impotencia de los Estados-nación, la inmigración y Europa han sido dos chivos expiatorios utilizados a menudo por la derecha radical y no tan radical. El izquierdismo anticapitalista ha encontrado también en la Europa del capital un objetivo para sus batallas ideológicas. La Unión Europea tiene que ganarse todavía la complicidad de la ciudadanía. De momento, aparece como algo excesivamente alejado y superestructural.
Durante el período Aznar, la derecha española, envalentonada sin duda por su mayoría absoluta, perdió el pudor y dio rienda suelta a su natural antieuropeísmo. Aznar no tuvo ningún reparo en convertirse en hombre de mano de Bush para tratar de dinamitar la Unión Europea desde dentro cuando se produjo la guerra de Irak. Aznar lo justificó diciendo que España no podía seguir supeditando su política exterior a Francia. Le salían sus pulsiones ideológicas más profundas: una vez más, uno de los temas preferidos de la derecha más reaccionaria, la querella entre patriotas antifranceses y traidores afrancesados. La izquierda española siempre ha visto en Europa la esperanza de apuntalar definitivamente la democracia española. Los nacionalismos periféricos la han soñado como tercer polo en el que dirimir sus querellas contra España y superar la dialéctica periferia-centro.
España es uno de los países más europeístas a juzgar por las encuestas. Sin embargo, tampoco aquí se espera una gran participación. Es verdad que culmina un año de intensa y estresante actividad electoral que ha propiciado muchos cambios. Esta elección -que ya de por sí es la cenicienta electoral- llega como fuera de tiempo. Los partidos políticos contribuyen a la desidia con sus carteles electorales. ¿Quién se puede tomar en serio las elecciones europeas si los principales partidos las utilizan para dar premios de consolación? Por la importancia que tiene Europa se podría esperar que encabezaran las listas personalidades de peso y con proyección de futuro. Josep Borrell y Jaime Mayor Oreja son dos políticos en fase crepuscular a los que se les manda a Europa como agradecimiento por los servicios prestados.
Pero la historia de este año intenso que España ha vivido desde las movilizaciones contra la guerra de Irak hasta las elecciones de marzo debería ser incentivo para el voto. En la primavera de 2003, se habló de la opinión pública como un poder emergente. Este poder sólo puede tener continuidad y eficacia si consigue crecer y armarse a escala europea. Unas elecciones europeas deberían ser una oportunidad para que esta voz se siga oyendo. Por muchos recelos que provoque entre los gobernantes, sólo la presión de la opinión pública puede salvar el Estado de bienestar -que será a escala europea o no será- y puede contribuir a la construcción de una democracia preventiva (para utilizar la expresión de Benjamín Barber) que contrarreste la fracasada estrategia de la guerra preventiva de la derecha conservadora norteamericana. Sólo la convicción de la opinión pública puede impedir que Europa se incorpore definitivamente a la cultura del miedo, con la que el terrorismo y la extrema derecha que gobierna Estados Unidos están paralizando a la ciudadanía y quemando la cultura política democrática.
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