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LECTURA

Poesía bajo los 'burka'

José María Ridao

Estados Unidos inició el ataque a Kabul el 7 de octubre de 2001, apenas transcurrido un mes desde los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. La comunidad internacional se mostró comprensiva con la decisión de Bush: el régimen talibán había rechazado la solicitud de entregar a Osama Bin Laden, y, por consiguiente, Washington no podía demorar por más tiempo la respuesta.

Eso era exactamente lo que había venido haciendo desde febrero de 1998, cuando el líder de Al Qaeda amenazó con la serie de atentados que se llevarían a cabo en los meses siguientes contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y en Tanzania. En respuesta a la presión del Gobierno de Washington tras las matanzas, que había ofrecido cinco millones de dólares como recompensa para cualquier información que condujese a la captura de Bin Laden, los talibanes propusieron juzgarlo en territorio afgano. Estados Unidos no aceptó la maniobra, pero la vista se debió de celebrar y la sentencia absolutoria se hizo pública a finales de noviembre, al término de un proceso del que no se tuvieron mayores noticias.

En febrero de 1999, Kabul anunció la súbita y oportuna desaparición del líder de Al Qaeda, si bien los servicios de inteligencia norteamericanos recuperaron su pista en Jalalabad a principios de julio. Las exigencias de Washington para alcanzar su extradición no dieron resultado alguno: el 3 de enero de 2001, el tribunal de Manhattan al que correspondió juzgar los atentados contra las embajadas tuvo que iniciar el proceso contra Bin Laden en rebeldía. En septiembre, Bin Laden decidió atacar de nuevo.

La estrategia para derrocar al mulá Omar y su régimen limitaba la intervención norteamericana de 2001 al bombardeo de las principales ciudades del país, en la convicción, luego corroborada por los hechos, de que la ruptura del precario equilibrio militar hasta entonces favorable a los talibanes abriría las puertas al triunfo de la Alianza del Norte. Su máximo dirigente, el carismático general Masud, había sido asesinado pocos días antes del 11 de septiembre, y desde entonces se especuló con la posibilidad de que, al eliminarlo, Bin Laden estuviera anticipándose a la respuesta norteamericana tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono: por su trayectoria personal, incluso por su prestigio como dirigente, Masud estaba destinado a ser la pieza decisiva en la reacción de Washington a las matanzas.

La progresión militar de la Alianza del Norte fue vertiginosa, apoyada desde el aire por la aviación norteamericana: en apenas unas semanas fueron cayendo los principales baluartes del régimen talibán, hasta que el 6 de diciembre sus combatientes procedieron a la retirada definitiva. Las escenas de alegría provocadas por el final de la más atroz dictadura de la historia afgana sólo se vieron empañadas por el hecho de que sus dos principales responsables, el mulá Omar y Osama Bin Laden, habían logrado huir, refugiándose presumiblemente en una región montañosa al este de Afganistán.

Años después la aviación de Estados Unidos sigue bombardeándola, y, con inquietante regularidad, llegan noticias de sangrientas incursiones y escaramuzas protagonizadas por los talibanes; también de trágicos errores norteamericanos. En resumidas cuentas: lejos de los focos, la guerra continúa. (...)

Largo conflicto

Los atentados que a lo largo de la trágica jornada del 11 de septiembre fueron considerados terrorismo y que, apenas despuntaba el día 12, pasaron a ser actos de guerra, tuvieron finalmente una respuesta ambigua: desencadenaron lo que la Administración norteamericana, guiada por un ánimo de síntesis, denominó "guerra contra el terrorismo". Afganistán se convertía así en el primer capítulo de un conflicto que se anunciaba largo, casi interminable, y que al parecer revestía características inéditas, abundando en los pronósticos de los heraldos del historicismo, para quienes las acciones de Al Qaeda habían marcado un antes y un después insoslayables.

El hecho de que la estrategia de Estados Unidos consistiese en romper el equilibrio militar entre los diversos grupúsculos afganos, apoyando desde el aire un avance concertado con las tropas de la Alianza del Norte, sirvió para reforzar la sensación de que se estaba ante un nuevo género de conflicto, en el que el hecho de que no se desplegasen sobre el terreno soldados de los nuestros inducía a creer que se trataba de una guerra sin soldados, sobre la que cabía realizar tantas descripciones como fuese capaz la imaginación.

De ella se dijeron, en efecto, muchas cosas: que se desarrollaba en red, que la información primaba sobre los proyectiles y los explosivos, que carecía de un teatro concreto de operaciones, o que, desde otra inquietante perspectiva, cualquier actividad cotidiana, cualquier espacio de la vida civil en cualquier punto del planeta podía pasar a serlo. En la medida en que todos y cada uno de los habitantes del planeta podíamos ser víctimas de la locura criminal de los grupos terroristas, todos y cada uno de nosotros teníamos la obligación de convertirnos en combatientes de esta singular batalla, de este difuso aunque perentorio desafío.

Dejando de lado la sofisticación de las armas empleadas por Estados Unidos, la guerra de Afganistán no fue sino una guerra como tantas, con ejércitos a un lado y a otro y con combatientes que se disparaban desde cada línea de los frentes; incluso con retaguardias inocentes que sufrían el efecto devastador de las batallas y que lloraban y enterraban a sus muertos. El primer capítulo de la "guerra contra el terrorismo" respondía, en realidad, a un casus belli clásico, de los que cualquier historia suministraría ejemplos. ¿O es que en el pasado no se dieron episodios en los que dos países se precipitaron a las armas por el hecho de que uno de ellos hubiese decidido dar cobijo a criminales perseguidos por el otro?

Si el Gobierno de Washington se inclinó a intervenir sin dar ocasión a que la diplomacia obtuviese de las autoridades de Kabul la entrega de Osama Bin Laden, ello se debió a que ese camino ya había sido recorrido sin éxito con motivo de los atentados contra las embajadas en Kenia y en Tanzania.

Hostilidad de los talibanes

Amparando al responsable de Al Qaeda, la hostilidad del régimen talibán había dejado de ser retórica, algo que más tarde confirmaría la nueva masacre en la que perecerían 3.000 ciudadanos norteamericanos. Y, desde esta perspectiva, la respuesta de Washington no fue diferente de la que habría dado, en similares circunstancias, cualquier príncipe o república de la más remota antigüedad.

Ahora bien, la catalogación de esta secuencia de acontecimientos como "guerra contra el terrorismo", una expresión con la que se pretendía subrayar la radical novedad de la situación que afrontaba la comunidad internacional tras los atentados del 11 de septiembre, no constituía sin más una utilización emocionalmente eficaz de los significantes, sino una alteración sustancial de los significados.

Hablar de "guerra contra el terrorismo" expresaba así, en primer término, que nosotros hacíamos la guerra mientras que ellos practicaban el terrorismo. Y al contrario de lo que se ha venido sosteniendo desde entonces, el problema radicaba en que quedase en manos de una de las partes, no la definición de qué era terrorismo, sino la de quiénes eran ellos, porque sabiendo quiénes eran ellos se sabía que eran terrorismo todas y cada una de sus actuaciones. Por supuesto, la declaración realizada por el presidente Bush en el sentido de que "quien no está conmigo, está contra mí", tiene que ver con este fenómeno. Pero, con ser una de las consecuencias más alarmantes, no fue, sin embargo, la más decisiva.

Como hubo ocasión de comprobar en el conflicto afgano, y también en la posterior invasión de Irak, la idea de que nosotros hacemos la guerra y ellos practican el terrorismo equivalía a derogar sobre el terreno la Convención de Ginebra, y, en general, todas las disposiciones del derecho internacional sobre los conflictos armados, porque lo que se negaba de hecho era la existencia de ejércitos enfrentados y de batallas. Si la iniciativa militar en una concreta operación correspondía a los soldados norteamericanos, se estaba ante una operación contra los terroristas; por el contrario, se estaba ante un ataque terrorista cada vez que la iniciativa militar correspondía a las tropas del régimen talibán.

Al tratarse de una novedosa "guerra contra el terrorismo", y no de una guerra como todas las guerras, cuyo desencadenante específico había sido el repugnante amparo concedido por un Gobierno igualmente repugnante a un criminal que no lo era menos, cualquier situación para la que antes existía una regulación jurídica pasó a ser enteramente inédita, y susceptible, por tanto, de recibir cualquier tratamiento y cualquier respuesta.

Ésta y no otra es la razón que llevó a la creación del limbo de Guantánamo, donde se hacinan cerca de un millar de individuos. Detenidos en el contexto de otra guerra que no fuese la que se libra contra el terrorismo, recibirían el trato de prisioneros, según lo define la Convención de Ginebra.

La supuesta novedad del conflicto con el que Estados Unidos respondió a los atentados del 11 de septiembre, o, por mejor decir, al amparo que el Gobierno de Kabul ofreció al responsable de esos atentados, es la que los convierte en "combatientes ilegales", una categoría desconocida hasta entonces y para la que se debe ir creando, a medida que se necesita, un modelo de tratamiento y hasta un código específico de derechos y deberes. Una categoría que, por el momento, sólo se ha extendido a los soldados del ejército afgano y a la dirección política del régimen talibán, además de a los militantes de Al Qaeda que colaboraron con él.

Ahora bien, el problema al que se enfrenta el Gobierno de Estados Unidos es que, al existir militantes de Al Qaeda en el propio territorio norteamericano, o personas sobre las que recaen sospechas de que puedan serlo, la eficacia de la "guerra contra el terrorismo" se vería afectada si se les dispensara un trato diferente al que reciben sus correligionarios presos en Guantánamo, a los que se puede interrogar sin atenerse a las garantías exigidas en el proceso penal que rige para la Unión.

Fuera de las fronteras

De ahí que esos presuntos militantes sean regularmente transferidos a alguna de las bases que el Ejército norteamericano mantiene fuera de las fronteras de su país, y que, al mismo tiempo, se hayan aprobado disposiciones que, en nombre de la seguridad y de la "guerra contra el terrorismo", faciliten la tarea del Ejecutivo por encima, incluso, de las garantías individuales establecidas por la Constitución.

Organizaciones independientes que luchan en favor de los derechos civiles en Estados Unidos han cifrado en 3.000 el número de personas, en su mayoría de origen iraní, que se encuentran en una situación penal indefinida, sin tutela judicial de ninguna especie, desaparecidos a efectos de sus familias y sin derecho a recibir asesoramiento de sus abogados.

Confinada la protesta ante estos atropellos a un reducido grupo de académicos e intelectuales, se empiezan a escuchar voces que en nombre del realismo consideran la posibilidad de que se legalice la tortura en Estados Unidos, según el modelo que rige en Israel. Y puesto que, como se ha visto, el verdadero poder en una guerra como la que hoy se libra reside en decidir quiénes son ellos, al tiempo que se sabe de antemano que ellos son los que no suscriben la política del Gobierno, tal vez no tarde en llegar el día en que cualquier ciudadano de Estados Unidos, o de otros países que se han apresurado a imitar su ejemplo, correrá el riesgo de ser considerado terrorista por la simple razón de ejercer la libertad. La misma libertad que con la "guerra contra el terrorismo" se pretendía defender.

Símbolo de represión

El burka de las mujeres afganas habrá quedado, con toda razón, como uno de los más indiscutibles símbolos de la represión ejercida por el régimen talibán. Pero, lejos de lo que se ha señalado en numerosas ocasiones, el burka nada tiene que ver con el islam, como tampoco el chador, el hiyab o las diversas prendas -chilabas, kufiyyas, turbantes- con las que se suelen vestir los hombres en los países donde la religión musulmana es mayoritaria.

Como señalaba el morisco español Francisco Núñez Muley en el memorial de agravios que dirigió a Felipe II, angustiado por las draconianas prohibiciones establecidas por el monarca, las ropas que vestían los descendientes de los antiguos habitantes musulmanes de la Península eran "costumbres de provincia", distintas de las que se usaban en Berbería, Túnez o Damasco e independientes del credo que profesaban las personas.

El burka, por su parte, es una prenda propia de las pastunes, impuesta a la totalidad de las mujeres afganas por un movimiento político autoritario, el de los talibanes, surgido en el seno de esa tribu. Mientras duró su atroz dictadura, todos los afganos, pastunes o no, tuvieron que regirse por las normas de vestimenta, gastronomía o diversión que dictaron unos gobernantes fanatizados, que hacían pasar por exigencias del islam lo que no eran más que sus propias obsesiones y delirios.

Recién desmantelada su tiranía, apareció, primero en Francia, y poco después en España, una deliciosa antología de landays, breves estrofas de poesía popular que las mujeres pastunes de Afganistán elaboraban, recitaban y transmitían aprovechando la forzosa y terrible clandestinidad a las que las sometía, y aún hoy las somete, con la Constitución de la República Islámica de Afganistán ya aprobada, el uso obligatorio del burka. Estas composiciones de dos versos, tan intensas e incisivas como los epigramas de los mejores autores griegos y latinos, constituyen un bellísimo ejemplo de poesía subversiva.

El erotismo que destilan no sólo recoge la mejor tradición de los poetas libertinos del Oriente musulmán, como Shirazi, Omar Jayyam o Abú Nuwás, sino que es utilizado por las mujeres pastunes como desafío a la opresión que las esclaviza.

Los amantes son convocados en la noche mientras los maridos -siempre denominados como "el pequeño horrible"- están ausentes para cumplir con sus obligaciones religiosas y militares; la celebración de Dios se justifica por haber llenado el mundo de sensualidad y de placeres; satisfacer el deseo de muchos hombres es motivo de orgullo y no de remordimiento o de condena, puesto que es el propio deseo de la mujer el que se satisface; el amor no hace distinción entre creyentes e infieles, de modo que una pastún enamorada convierte el hecho de barrer las escalinatas de un templo ajeno en un gesto de amor hacia su amigo de ese credo, y, sobre todo, de rebelión frente al poder que la esclaviza.

Mi amante es hinduista, y yo musulmana, / por amor barro los escalones del templo prohibido.

En una primera lectura, los landays que recitan las pastunes podrían ser considerados como un testimonio de resistencia de las mujeres afganas frente a la opresión, y sólo como eso. Su erotismo apasionado, contrario a todas las normas de una sociedad arcaica y opresiva así parecería indicarlo:

Tú estabas oculto detrás de la puerta, / yo me frotaba los senos desnudos, y tú me entreviste.

También su reconocimiento y exaltación del deseo femenino:

Tu amor es agua, es fuego. / Llamas me consumen, olas me tragan.

E, incluso, su entrega sin límites al amor libremente consentido:

Una vez, una sola, estrecha mi pecho contra el tuyo, / y mi enamorado corazón te contará su historia.

Una interpretación más detenida permitiría, sin embargo, comprender la terrible injusticia que se comete cuando, intentando anatemizar al islam -un credo que como todo credo se funda en la tradición y en el oscurantismo-, se anatematiza de paso a las personas, hombres y mujeres, que proceden de los países musulmanes, y entre quienes se encuentran las autoras anónimas de estos versos estremecedores.

Según la ortodoxia que se ha venido forjando durante los últimos años, el hecho de nacer en un entorno donde el islam es mayoritario marca indeleblemente a las personas, de modo que la opción individual es imposible, lo mismo que su adaptación a un régimen de tolerancia y convivencia. Algo desmentido con rotundidad por estas pastunes que, en sus landays, minusvaloran a Dios frente al ser amado, como hacia Calisto al declararse "melibeo" antes que cristiano al encarar el abismo de la eternidad:

¡Que el almuédano lance su llamada a la oración, / no me levantaré mientras no quiera mi amante!

Bajo los burka, las autoras de estos landays, y las ancianas que los recitan a las más jóvenes, y las madres que los transmiten a sus hijas, y las amigas que ríen o lloran furtivamente con ellos, desvelan, tal vez sin saberlo, el espíritu de la tragedia en la que nos estamos precipitando, empujados por fanáticos que sólo sueñan con encontrar enfrente a otros fanáticos.

Su victoria habrá sido completa el día en que ya no seamos capaces de reconocer, cegados por la soberbia de nuestros prejuicios y nuestra ignorancia, que estas simples estrofas de dos versos, que esta exaltación de la vida y, a la vez, estos lamentos, no hablan sólo de las mujeres de Afganistán, ni siquiera sólo de las mujeres, sino que constituyen un himno ensordecedor en favor de la libertad. La de todos, la de la entera especie humana.

Carné de conducir de una mujer musulmana expedido en Zagreb, capital de Croacia.
Carné de conducir de una mujer musulmana expedido en Zagreb, capital de Croacia.

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