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Columna
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El planeta bebé y los obispos

Que todo es cuestión de proporciones lo sabemos desde siempre, especialmente las mujeres, que nos pasamos el día levantando el ánimo a nuestros congéneres masculinos, tan sumidos ellos en la trampa de la dimensión. ¿Qué significa ser grande? Mi hija pequeña lo es con referencia a los tres cachorros de gato que tenemos mareando por la casa. Yo lo debo ser respecto a ella, y el colega navarro que comparte sus noches y hasta algunos días conmigo lo es respecto a mí. Y todos nosotros, ¿qué somos respecto a la geografía que nos acomoda? Siempre quedará el infinito para desmentir todo sueño de grandeza.

Ahora, uno de esos ojos cósmicos que han inventado los científicos para poder atisbar las entrañas del universo ha descubierto un planeta bebé. Sólo tiene un millón de añitos y su tamaño es enorme respecto a mi patio, pero minúsculo respecto a Júpiter. Dicen que puede revolucionar las teorías de la creación de planetas, como si hubiéramos asistido a un parto astronómico y empezáramos a desentrañar misterios. Personalmente me fascina la astronomía, no porque entienda media palabra de nada, sino porque me obliga a aterrizar en lo tangible, a relativizar el enorme caudal de imbecilidades que regenta nuestras vidas, a situarme en un plano exacto del sentido de muchas cosas. Este planeta bebé, por ejemplo, tan preñado de posibilidades, como si todo pudiera volver a empezar a cada segundo y nosotros volviéramos a nuestra real condición: la pura contingencia. Resulta difícil conciliar estos descubrimientos extraordinarios con un mundo donde existen dioses que comandan ejércitos, donde hay niños en las Malaisias exóticas que son educados con varas, donde hay mujeres privadas del derecho a ser, sólo porque se equivocaron de lugar al nacer. Los dioses, los dioses terrenales del planeta bebé que habitamos, ¡qué sinsentido en los universos donde todo vuelve al todo y a la nada! Los dioses de la tierra, ¡qué empacho de egocentrismo y soberbia! Leía no hace mucho una entrevista con un teólogo que decía que no se puede vivir sin creer. "Usted cree, aunque no crea", aseguraba con esa rotundidad envidiable que da la fe. Ciertamente, como decía Vladimir Nabókov en su preciosa novela Ada o el ardor, el científico, el racionalista, siempre estará en franca desventaja ante el teólogo. El primero es esclavo de las preguntas que necesita hacerse, mientras que el segundo detenta todas las respuestas sin necesidad de hacerse preguntas. ¿Cómo puede uno luchar contra esa superioridad? ¿La felicidad de la ignorancia? ¿O el abismo interior que crea el conocimiento?

Sea como sea, mientras los mundos exteriores chocan entre estrellas, se devoran en agujeros cósmicos o ven nacer planetas bebés, en nuestro minúsculo planeta bebé los cruzados de la Iglesia amenazan con manifestaciones, escandaleras y todo tipo de exhortos para poder evitar que la ciencia avance en contra del dogma. Dice el Gobierno de Zapatero que levantará el veto para investigar con células madre, y así abrirá la puerta a la esperanza de tantos. Al unísono, los mismos cruzados que nunca se manifestaron contra la guerra de Irak, porque hay guerras que son más religiosas que otras, han declarado la guerra al Gobierno. Puede que sea una guerra tan rotunda que quizá hasta viviremos algún momento delicioso, como ver las faldas de Rouco corriendo por la Castellana o contemplar a algunas ilustrísimas púrpuras gritando con altavoces. Casi como si fuera una manifestación sindical, pero del sindicato vertical de la Iglesia, en su versión más dura. Es decir, nuevamente la Iglesia, esa Iglesia obsesionada con la felicidad de la gente, es decir, obsesionada por que sea infeliz; esa Iglesia que divinizó el dominio de la mujer y aún la expulsa del templo; la misma que tiene un Estado sexista en el corazón de Europa; esa misma que nunca pidió perdón por permitir los malos tratos en aras de la indisolubilidad del matrimonio; la mismísima que nunca amó la sexualidad, que castigó el placer y que intentó estafar a la vida prometiendo vidas más allá de la muerte; esa misma hoy está en pie de guerra. La amenaza contra el Gobierno ha sido explícita, y explícito es el cabreo que demuestra toda la jerarquía de la carcundia eclesial, cada vez más alejada de la realidad, de la modernidad, de la lógica.

Me dicen que en todo el mundo es lo mismo, que vivimos tiempos de reducción del pensamiento crítico, de retorno a los fanatismos, a los prejuicios, a los dogmas; momentos de lejanía del racionalismo, retornados a las ubres protectoras de lo irracional. En este proceso de debilitamiento de la Ilustración, los únicos que aumentan en lo religioso son los extremos, los radicales de cada familia, los fundamentalistas. Uno no se apunta a la Iglesia católica para militar en las filas solidarias de Justícia i Pau, uno se apunta para hacerse del Opus o legionario de Cristo, y para ir en tropel a ver la infausta película de Mel Gibson. Es el triunfo del miedo por encima de la libertad.

La guerra de los púrpuras contra las células madre es una guerra integrista, como integrista es la cúpula católica que domina la cosa desde los tiempos del bajo palio. Y siglos antes... Lo digo para que no confundamos los términos: no esa la trascendencia religiosa la que invita a un ser humano a ir contra la ciencia. Es el cuerpo doctrinal de una jerarquía fanatizada, antimoderna y, sin duda, extrema. Agujeros negros de antimodernidad en los universos donde los planetas bebés nacen, habitan y mueren.

Pilar Rahola es escritora y periodista. pilarrahola@hotmail.com

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