La palabra y la piedra
Es más fácil sentir la piedra como una realidad inerte, cerrada, insensible al tiempo y a los afectos que desbastan la vida humana, que como a otro fragmento de universo que viaja, con nosotros, por el espacio.
Quizá porque no escuchamos su respiración, ni sus lamentaciones, porque parece conclusión del ciclo de las reencarnaciones, una suerte de estructura superior, purificada y libre de las ataduras de los deseos humanos, se han inscrito en piedra las palabras que se han querido eternas.
Igual que desde la antigüedad, los magos han utilizado el agua para invocar la lluvia o el fuego para aplacar las tormentas, los hombres han pensado que escribiendo sobre el mármol la palabra podía contagiarse de la calidad duradera del material sobre el que se inscribía, convertirse, de algún modo, en palabra de piedra.
Introducir dolor en la piedra hasta hacerla llorar, con lágrimas humanas
Placas conmemorativas, lápidas de cementerio en las que se inscriben afectos que se resisten a morir.
Una simple fecha, consignada en el umbral de una casa, 1783, provoca un instante de vértigo, y, a pesar de la aparente claridad de lo que expresa, del inocente reclamo, se convierte en un jeroglífico tan pronto intentamos acercar a nosotros el pasado desconocido.
Lo que no vemos, lo que no pudimos ver.
En su fascinante libro Microcosmos, la bióloga Lynn Margulis hace un relato de la historia de la Tierra, de lo que sucedió desde que la materia primitiva de nuestro planeta se agrupara en el interior de la nebulosa solar, en una brazo de la Vía Láctea.
Una nube de gases y de polvo; luego, una bola ardiente de lava líquida.
Millones de años acompañan al lento enfriamiento del planeta y a la formación de una corteza por la que un día caminaríamos nosotros.
Meteoritos gigantescos que impactan en esa superficie, abriendo profundas grietas; nubes de polvo que giran durante meses alrededor del globo antes de depositarse en la superficie; poderosas tormentas eléctricas; plataformas de corteza que se desplazan por el manto fundido, que se separan o chocan entre sí levantando montañas. Volcanes en erupción, seísmos, temblores. Y, cuando por fin las nubes de vapor pueden condensarse, las lluvias torrenciales.
Se nos cuenta que debió de llover sin cesar durante más de cien años, creándose así océanos calientes. Hace tres mil millones de años, nuestro planeta giraba a una velocidad extraordinaria, en ciclos de días y noches de cinco horas.
Días de cinco horas, océanos calientes... y no había ojos para verlos. Porque los ojos todavía no existían, quizá disueltos como una hipótesis de vida en aquella primera realidad incandescente, como las piedras que también se forjarían en la invisible fragua.
El poeta no busca en la piedra la magia homeopática que inmortalizará sus palabras, y sí una magia anterior, que no es posible provocar, y que, simplemente, es. "Exhumador de mundos irredentos", como decía J. E. Cirlot, el poeta pone ojos donde no los había, y convierte la piedra misma en el paisaje alucinado por el que es posible caminar.
Roger Caillois, gran conocedor del poder de las piedras, entra en su interior y reproduce el volcán y el hielo que las forjaron; pocos como él han sabido reconstruir el tiempo que late en la pirita o el ágata; el escenario en el que quedaron hechizadas por la decisión de un sueño.
En el siglo XII, el calígrafo, poeta y gran coleccionista de piedras chino Mi Fou, adquiere un tintero-montaña en piedra Ling P'i , al que consagrará un famoso poema.
No es sólo que una piedra, con sus vetas, con sus cristales, con sus terrazas y sus precipicios pueda evocar una montaña, lo que sucede es que la piedra es verdaderamente una montaña. Es sólo una cuestión de escala en la estructura del universo.
En la dinastía T'ang, Sou-Ngo relata cómo Hiuan Kiai desapareció en una de las islas de piedra de los Bienaventurados que se representaba en un panel de la corte. Con el fin de contarle al emperador cuánta belleza y cuánta fealdad albergaba la isla, Hiuan Kiai dio un salto en el aire, inició un viaje hacia lo pequeño, redujo más y más su tamaño, y encontró la manera de entrar en el paisaje de la piedra, y de vivir en esa escala. Nunca regresó. Así son los Inmortales, los que tienen el poder de desaparecer.
Los taoístas realizaban muchos viajes al interior de las piedras, y sabían habitar en los paisajes donde, como nos dice Caillois, los cuerpos perfectamente erguidos no proyectan sombra alguna, ni la voz es devuelta por el eco.
La palabra poética, resucitada de esa desaparición, dialoga con el insecto que, preso en la resina, desencadenó un día el nacimiento del ámbar.
Puede también el poeta hacer que los sentimientos se petrifiquen por la magia de su palabra: no escribir amor en piedra, sino, como Ovidio en sus prodigiosas metamorfosis, petrificar el sentimiento, hacer que el amor que está presente en la boca, en la expresión de las manos o en la mirada del que ama, cristalice para siempre.
O, como en la doble metamorfosis de Níobe, a quien el dolor de perder, una a una, a todas sus hijas, primero petrifica -ojos inmóviles, lengua helada, paladar, venas, "incluso dentro de sus entrañas es una piedra"- y, luego, envuelta en un remolino de poderoso viento y arrastrada a la cumbre de un monte, licúa. "E incluso ahora el mármol hace manar lágrimas", escribe Ovidio.
Introducir dolor en la piedra hasta hacerla llorar, con lágrimas humanas. Poner ojos donde no los había, la palabra poética.
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