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Columna
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Libros

En el término medio no suele estar la virtud, sino la tragedia, o la incomodidad, por decirlo de un modo menos solemne. Paseo por las animadas casetas de la Feria del Libro y me acuerdo de otro paseo reciente por el Cementerio Civil de Madrid. Me gustaría creer del todo en los grandes beneficios espirituales que aporta la lectura, ese tesoro de moral cívica y libertad que anuncian las autoridades, los organizadores, el escritor pregonero y la publicidad de las editoriales. Me gustaría creer que me dedico a la literatura por amor a la ética y a las virtudes públicas, y no por el placer privado que siento desde niño cuando no tengo que salir de mi casa y puedo quedarme en mi blanda pereza, leyendo una novela poco instructiva o unos versos escritos con una lucidez devastadora. Resulta emocionante pasear entre las tumbas de Nicolás Salmerón, Francisco Giner de los Ríos, Pablo Iglesias o Fernando de los Ríos. Uno tiene la tentación de hundirse en su paz, de envolverse en la nobleza de sus ideales, de olvidarse de la ciudad que se agita y se devora más allá de los muros. Pero detrás de los cipreses y los pájaros, con un rumor de coches y de uñas, está la vida, que es una turbulencia de sueños rotos, pasiones, pactos, mentiras piadosas y verdades descompuestas. Tengo la tentación de quedarme en el mundo optimista de las proclamas culturales, convercerme de que la lectura nos hace libres, mejores ciudadanos, menos bárbaros. Detrás del optimismo está la evidencia, la cultura innegable de muchos canallas, las grandes bibliotecas de algunos genocidas, el prestigio de buenos lectores que han gozado los déspotas o las naciones imperialistas.

Resulta cómodo quedarse fuera por completo o definitivamente dentro. Lo más difícil es andar por la calle con los ideales de los que descansan en la paz de su jardín honrado o pasear entre las tumbas con la inquietud de la vida, con la urgencia de responder a la carne, a la historia y a sus contradicciones. Más que la virtud, en el término medio está la vigilia, o la tensión diaria de caminar por una alegoría en la que se funden las realidades y las ausencias. Cuando alguien se escapa de las ingenuidades oficiales y de las invitaciones cívicas a la lectura, suele acomodarse en el cinismo absoluto, en la verdad de que todo es mentira, y nada tiene arreglo, y lo único inteligente es lavarse las manos, y reírse de los borregos y de las consignas del pastor. El profesor que se siente responsable del interés de sus alumnos, por mucho que la sociedad no ayude y los planes de estudio sean una catástrofe, conoce enfermedades que no afectan al docente aburrido, desinterasado, insensibilizado por la rutina. La voz que prefiere educar y despertar el sentido crítico, aunque envidie los beneficios de la manipulación, se arriesga a unos peligros que ni siquiera rozan a los estafadores que saben repartir buenas palabras, sonrisas y somníferos. El optimismo absoluto es patrimonio de los tontos o de los cínicos, de igual forma que el pesimismo absoluto es propio de las inteligencias que deciden alejarse de cualquier responsabilidad. Cuando se pasea entre las tumbas pacíficas de los hombres justos, conviene recordar la pasión callejera y contradictoria con la que se opusieron en sus vidas a la injusticia.

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