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Columna
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Morfina política

Cuando se es español y se vive hoy en Francia, se obtiene la impresión de que ahora son ellos los reaccionarios y nosotros los progresistas. Un día importante en Francia fue la fiesta de la Ascensión, justamente porque el de la Ascensión sigue siendo uno de los jueves que relucen en la República y son ya nada en la católica monarquía española. El lunes será de nuevo feriado en Francia por razones religiosas, cuando sólo una parte de España respeta el Pentecostés. Son tan aparentemente conservadores los franceses que concedieron extraordinario valor al chador y otros signos religiosos en la escuela, como si fuera más relevante una ropa de connotación teísta que las vestimentas de la más temible tribu urbana. ¿Por qué? Porque en Francia, ni la misma razón está clara, o inmediatamente clara. Las decisiones políticas o sociales pasan antes por el fuego lento de una polémica intelectual, tal como si los asuntos importantes se los tomaran todavía en serio.

¿Matrimonios entre homosexuales? En España ha sido un asunto resuelto por los socialistas en menos de veinticuatro horas. Y no sólo las bodas entre los homosexuales, sino las de los transexuales o cualquier otro grupo sexual inédito que lo reclame. Frente a este estilo simplón, considerado progresista, los posibles opositores aparecen enseguida tachados de enemigos de la libertad. Mientras en Francia, hay conspicuos socialistas que no tienen clara esa unión, en España el último militante de la izquierda aprueba el matrimonio entre lesbianas, la adopción de niños por parejas gays, el aborto en su versión más laxa o las píldoras del instante después. Antes morir que pasar por derechista. Porque no ya los reaccionarios más tóxicos sino los intelectuales de derecha (antes los de izquierdas) son abatidos mediante condenas sumarias sin necesidad de argumentación. En realidad, los argumentos carecen ya de funcionalidad en las confrontaciones porque antes que la inteligencia cuenta la afiliación y antes que el discurso intelectual el programa electoral, de quita y pon.

En consecuencia, el esfuerzo de reflexión ha dejado de ser necesario o, siquiera, entretenido, puesto que carece hasta de lugar. El pensamiento español ha venido reduciéndose tanto que es prácticamente imposible recorrer una mesa de cualquier librería y hallar un ensayo nacional de interés porque, además, si lo hubiera ya lo habrían retirado de la vista. En un reciente y voluminoso libro de UNESCO titulado ¿Hacia dónde van los valores?, con más de 50 personalidades convocadas, no se incluye a ningún español. Hay latinoamericanos, indios o africanos, pero nadie de España porque aquí no se discute intelectualmente o no se piensa en otra cosa que en el pormenor más grotesco de la política interior.

¿Una radiotelevisión privada ordenada públicamente? ¿Una regulación de los horarios comerciales? Cualquiera de estos asuntos interesa a la sociedad porque de su orientación depende la cultura de los ciudadanos y de las ciudades. ¿Será reaccionario quien sostenga una intervención en provecho de la cultura y la vida de los barrios urbanos? ¿Progresista Solbes porque se opone a los antiguos botillers catalanes?

Cualquiera que sea la opinión, y en cualquier supuesto, merece ser discutida pluralmente, sin plazo perentorio y sin obviar las diferencias con la fuerza del poder. Visto el fracaso neoliberal de las dos últimas décadas (el automatismo del mercado, el falso automatismo de la fatalidad sin cabeza) ¿cómo no revisar la liberalidad por la liberalidad? O bien, ¿cómo, asistiendo a los conflictos éticos y a la desintegración comunitaria, pueden darse por buenas las ideas de un grupo ministerial? La democracia -como se ve en el futuro Irak o en el presente de Rusia- no es votar -como se aspiraba de manera fetichista en el franquismo- sino discutir libre y complejamente. Con la ausencia de esta interacción la trama social desaparece y los "contratos sociales" terminan siendo apenas papel mojado. Es decir, muestras de los peores días del naufragio, la morfina política y la reacción.

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