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Columna
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Después del diluvio

Rafael Argullol

La película de Alexander Sokurov El arca rusa es, desde luego, singular por haberse rodado de una sola vez en una única y larguísima toma haciendo innecesario, por tanto, el montaje ulterior. Creo que es un hecho sin precedentes en la historia del cine. El 23 de diciembre de 2001 se realizó el largometraje de 90 minutos, en tiempo real, con la cámara recorriendo 35 salas del Hermitage de San Petersburgo mientras desfilaban ante ella casi mil actores y extras.

Sokurov, discípulo de Andréi Tarkovski y confeso partícipe de su legado, sumerge cuatro siglos de historia rusa en un espectral baile que serpentea por el palacio como una crónica mundana de la magnificencia y fragilidad del poder. Inmersos en la corriente dorada y anónima aparecen algunos nombres propios: la emperatriz Catalina, Pedro el Grande, Napoleón, Pushkin, diferentes generaciones de los Romanov hasta llegar a la inminencia de su extinción, justo antes de la escena -invisible en la película- del asesinato colectivo que pareció imprescindible a Lenin para afianzar el futuro de la revolución.

No sé la razón por la cual Sokurov excluye las largas décadas comunistas, ausentes del baile quizá porque lo monopolizaron en exceso y con demasiada sangre. Como quiera que sea, el director recurre a los espectadores actuales del Museo del Hermitage como a los interlocutores idóneos de sus bailarines, y se origina de este modo una sugerente mezcla de miradas según la cual lo que ahora contemplamos como arte es contemplado asimismo como aquella liturgia del poder que en su momento efectivamente fue.

Pero tanto unos como otros, espectadores de hoy y desfilantes de ayer, dan en todo momento la impresión de ser unos supervivientes que flotan en un aire ingrávido, desconocedores de su tiempo, de su espacio y, por descontado, de su suerte. Y ahí radica, pienso, el acierto principal de la propuesta de Sokurov, quien no sólo ofrece una crónica onírica, sino que somete a su película a las leyes del sueño.

En los sueños, según nos decimos con frecuencia, somos más libres, pero con la condición de que nos sintamos supervivientes en un escenario del que todo lo ignoramos porque, precisamente, es propio de los sueños no interrogar al entorno. Cuando nos preguntamos por el porqué de las cosas en nuestra vida de vigilia, contrastamos los planos de la existencia, retrocedemos y avanzamos en un montaje paralelo a los montajes de las películas. Cortamos, recomponemos, pegamos los pedazos que surgen en forma de respuestas.

Los sueños, a los que atribuimos las coordenadas más caóticas y las reglas más incomprensibles, paradójicamente avanzan, como la realización de Sokurov, a través de una toma única que empieza al conectarse la cámara y termina con su desconexión. A lo largo de esta toma recorremos asimismo docenas de salas de nuestro propio Hermitage fantasmagórico, y a veces reconocemos los personajes y otras, las más, quedamos adheridos a ese interminable baile que recorre, como una mascarada, las calles de una memoria que ni siquiera sabemos que es nuestra. Como en El arca rusa, tampoco en los sueños hay un montaje posterior y, en consecuencia, al despertar nos desconciertan sus contenidos.

En la lección de Alexander Sokurov esta lógica fascinante se extiende al ámbito colectivo. Por más que dispongamos de miles de libros dedicados a disecciones del último trozo del pasado, vivimos la historia con la legislación del sueño, supervivientes en el interior de una toma infinita e invitados a un baile en el que participamos, sombras casi siempre, sin saber cuándo se ha iniciado la música ni cuándo se agotará la orquesta.

De ahí que busquemos la mediación del arte, el arca de Noé que atraviesa los diluvios que se abaten sobre cada generación. El arte sólo es importante por eso: porque nos permite disponer de una guía para supervivientes. En la película de Sokurov los espectadores actuales y los fantasmas históricos comparten esa única guía de viaje.

El protagonista de El arca rusa, un ilustrado francés perdido en el tiempo, deambula por las galerías del Hermitage con el pleno conocimiento de esa función del arte. Y tal vez por eso siente tan vivamente su placer, el mismo que sentiría un amante de la pintura al que se diera plena libertad para gozar sin restricción alguna de las grandes obras maestras. Para conseguirlo, no obstante, ese contemplador debería aceptar las mismas leyes del sueño que hacen que el náufrago salte de alegría en el arca de la supervivencia.

La película de Sokurov lo logra en la medida en que se adivina la correspondencia entre la multitud de bailarines que atraviesa las salas del Hermitage y los lienzos que cuelgan de sus paredes. Entre las obras de Poussin, Van Dyck, Rubens y El Greco, la cámara se detiene con mayor solicitud en dos pinturas de Rembrandt. En Dánae se halla resumido, en algún aspecto, el poder seductor del arte, el juego de espejos en el que se refleja un ritmo engañoso y salvador.

En El retorno del hijo pródigo, una de las pinturas más emocionantes de la historia, en el hondo espacio oscuro resalta la luz maravillosa que Rembrandt ha puesto en la cara del anciano padre, ya ciego, que por fin tiene a su hijo junto a él tras años de espera.

Ante esa imagen, de repente, toda esa extraña danza parece tener un sentido.

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