Beso después de la tormenta
Felipe y Letizia renovaron la tradición y depositaron ante la Virgen de Atocha el ramo de la novia
Los dominicos esperaron curiosos durante horas que llegara el momento. La basílica de Atocha recuperaba el 22 de mayo de 2004 toda su tradición al servir de escenario para acontecimientos relacionados con la vida de los reyes o los hijos de los reyes.
La lluvia había cesado minutos antes, las campanas doblaron, los invitados terminaron de situarse en sus posiciones, el escenario parecía listo a pesar de la tormenta que había derrochado ríos de agua por las calles adyacentes. Pero los novios hicieron su entrada por una improvisada puerta lateral, deslucida, sin decoración, anónima, sin otro calor humano que la presencia impávida de los guardaespaldas, obsesionados en mirar al horizonte buscando amenazas. Patrimonio había pintado y decorado la entrada principal de la basílica, pero no la entrada auxiliar.
Los dominicos supieron en enero que se recuperaba la tradición de la basílica. La espera mereció la pena. Entre los novios había un hijo de reyes
Entre un silencio general, apareció la pareja por el pasillo central. Ella, ahora princesa, seria, contenida, digna, sin un gesto de fragilidad a pesar del esfuerzo por desplazar el traje de novia. Él, más relajado, aprovechando cada paso para recorrer con la mirada los alrededores del altar y saludar a los invitados.
Habían transcurrido 125 años desde la última boda real en la basílica de Atocha, la de Alfonso XII con María Cristina de Austria, el 29 de noviembre de 1879. Allí celebraron Carlos IV, Fernando VII e Isabel II misa de velaciones, cuando los matrimonios se hacían por poderes y la ceremonia religiosa no hacía sino certificar lo ya acordado y sellado. Allí, Isabel II instauró la costumbre de ofrecer a la Virgen de Atocha a los infantes nacidos vivos. Y allí estuvieron don Juan Carlos y doña Sofía para ofrecer a sus hijos, Elena (1963), Cristina (1965) y Felipe (1968), sin apenas protocolo, rodeados de público anónimo, del pueblo llano, como recuerda uno de los dos dominicos que vivieron aquella ocasión. Pero no eran reyes entonces. Ni sus descendientes hijos de reyes.
Uno de los 24 padres dominicos que regentan la basílica respiraba aliviado. Se había pasado un par de horas saludando a todo el mundo con un pertinaz Buenos-días-por-decir-algo, como si quisiera combatir su desconsuelo con una frase piadosa.
Ríos de agua sobre el asfalto
La tormenta amenazaba hacer estragos sobre los alrededores de la basílica. Ríos de agua sobre el asfalto, una tromba que hacía inútil la colocación de plásticos para preservar la alfombra roja que debían pisar los novios a su llegada; nervios entre los agentes de seguridad que esperaban nuevas instrucciones (había que poner en marcha el plan B, entrada por la puerta auxiliar) y la gente en el exterior, que trataba de refugiarse en cualquier sitio. En el único bar situado frente a la iglesia se apretujaban militares, agentes, periodistas y público. Un camarero diligente insistía desde la barra a los concurrentes con un "¿Desea usted algo?" y no encontraba respuesta.
Los padres dominicos, antes predicadores ahora docentes e investigadores porque los tiempos han cambiado hasta para ellos, observaron la espera con curiosidad. Eran conscientes de que el protocolo y las medidas de seguridad les habían colocado en un segundo plano. Ellos estaban a recibir órdenes, la mitad ataviados con sus hábitos blancos, porque no había espacio para todos; la otra mitad vestidos de calle con su acreditación colgando del cuello. Uno de ellos pretendió dejar la basílica para ir a una farmacia y le recomendaron que lo dejara para más tarde. Otro se había llevado un buen susto por la mañana al encontrarse en su habitación a un agente de seguridad.
Suspensión de bodas
Esperaban desde enero, cuando recibieron la noticia de que se recuperaría la tradición de la basílica. Fue el padre Prior quien llamó a Patrimonio Nacional, propietaria de la iglesia, ante los rumores que circulaban por los medios de comunicación. Entonces empezaron los preparativos y, entre ellos, suspender las bodas concertadas para la fecha elegida por la Casa Real, porque la agenda de la basílica está repleta con dos años de antelación en lo que respecta a viernes y sábados. Los contrayentes apalabrados para el día 22 debieron ser desplazados, pero no salieron mal parados: se les cedió una iglesia en El Pardo y les pusieron un autobús para los invitados como gesto de cortesía.
La espera mereció la pena. Poco importaba la tormenta. Entre los novios había un hijo de reyes.
Los contrayentes, Felipe y Letizia, desfilaron hasta el centro del altar. Escucharon las palabras del cardenal Rouco Varela y se santiguaron. La princesa Letizia sujetaba el ramo de flores con las dos manos: Llevaba rosas, lirios, flor de manzano, espigas de trigo y azahar, su flor preferida. Apenas hizo un tímido gesto de volverse hacia el príncipe Felipe con la mirada.
Una vez recogieron su ramo para depositarlo sobre el altar, ambos se cogieron de la mano y escucharon las tres piezas que interpretó el coro Príncipe de Asturias, el O Gloriosa Virginium de Felipe Pedrell, un himno compuesto en 1882 para las fiestas de la Virgen, la Salve Montserratina de Tomás Bretón, autor de La Verbena de la Paloma, y finalmente el Rosa das Rosas de las Cantigas de Alfonso X el Sabio. Entre los asistentes estaba el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz- Gallardón, y parte de su corporación, como gesto por la colaboración del consistorio a la buena marcha de la boda.
Durante un cuarto de hora, los novios escucharon al coro de pie, cogidos de la mano. Apenas se dirigieron miradas y algún comentario el uno al otro un par de veces, discretamente; él con una leve sonrisa, ella respondiendo con gestos de asentimiento, más rígida, la mirada baja, como midiendo todos sus gestos, no permitiéndose ninguna licencia, cuidando hasta el extremo su nuevo papel de princesa. El príncipe Felipe encontraba tiempo para observar el altar, dirigir la mirada hacia el lateral o posar la mano izquierda por su frente, incluso para tomar la mano de Letizia otra vez y entrelazar sus dedos.
Terminada la ceremonia se dirigieron por el altar central hacia el exterior de la basílica, esta vez sí por la puerta central, sobre la alfombra roja empapada y bajo un tímido sol que anunciaba tregua. Al salir al exterior, la gente pudo exteriorizar su sentimiento y, entre aplausos, esperó a que los novios accedieran a la calle para gritarles un sonoro que ¡se besen!, ¡que se besen! Los novios atendieron la demanda y se dieron un leve beso en la mejilla, que fue recibido con cierta decepción. Pero fue un beso, entre Leticia, ahora princesa, y el hijo de un Rey.
El cielo se abrió con ganas y los dominicos despidieron a los novios con una sonrisa. La basílica había vuelto a su sitio. Un escenario para ceremonias de reyes e hijos de reyes.
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