Más allá de una sumergida placidez
A finales de los años sesenta, un relato de John Cheever se transformó en el guión de El nadador, interpretada por Burt Lancaster que no cesaba de nadar por las piscinas de las casas de sus pudientes vecinos para recuperar la memoria de un tiempo perdido y de paso cuestionar al volatilizado sueño americano. No sé si Zsuzsa Bánk ha tenido oportunidad de ver esta película, o de leer el relato, y si su novela es un homenaje o si se trata de una reminiscencia involuntaria de su inconsciente, ya que en síntesis el argumento de su novela presenta de forma análoga, aunque con motivos inversos, el final de una etapa protagonizada por Kálmán, un hombre que ante la huida a Occidente de su esposa, dejando atrás a sus dos hijos en una Hungría a punto de vivir la fallida revolución de 1956 contra el diktat soviético que los tanques rusos aplastarían a fuego y sangre, encuentra en la natación el único consuelo para arrinconar el dolor de la soledad. Esta nueva situación lo llevará a iniciar con sus dos hijos un incierto periplo por el convulso país, retardándose en casa de parientes lejanos que les acogen por lástima, donde una indeliberada terapia hídrica jugará un papel primordial en la comunicación no verbal de estos miembros aislados de sí mismos así como del cambiante entorno. Unos quieren recordar, otros olvidar, mientras que el resto vive inquieto, como le sucedió al político ateniense Temistócles, vencedor de la batalla de Salamina, ante la idea de retener cosas que no desean recordar y no poder olvidar aquello que les produce desvelo.
EL NADADOR
Zsuzsa Bánk. Traducción de
Berta Vias Mahou
Acantilado. Barcelona, 2004
307 páginas. 16 euros
Desde su planteamiento iniciático hasta el desenlace asistimos a una narración acuosa en todos los sentidos, un recorrido figurado por los ciclos de la vida y la muerte donde subyace el interrogante sobre si existe la felicidad como una especie de cupo por persona que en un momento dado puede ser acaparada por otra y quebrada de raíz de su anterior beneficiario. Este enfoque aletargado impregna todo el libro y se adueña de la abstracción de la infancia, de la sordidez de un mundo detenido en el abandono, del dolor ante la ausencia, de la emoción del aprendizaje, de la desaparición como constatación de una verdad anunciada. Por ello Bánk evita hacer mención directa de los sucesos que destrozaron el anhelo democratizador de Hungría para abocarse en dar espacio al apesadumbrado triángulo familiar en su busca de estabilidad emocional, como si traspasase al cercenado grupo doméstico la quiebra de la armonía social, en una profunda inmersión en el aturdimiento humano ante la falta de recursos propios con los que construir barricadas frente al más letal de los invasores, oculto tras la parálisis de la desolación.
Una prosa directa, sin secretos, narrada en dos tiempos paralelos medidos por el paso de sucesivos veranos que establece una mirada naturalista, al borde de lo descarnado, donde se tropieza con cierta repetición temática dado a que el recurso biográfico se agota, lo cual no impide que exponga al lector a los riesgos de una eventual congoja interior y a quedarse con la incógnita de por qué resulta más fácil la transmisión de la melancolía que la aceptación de consuelo.
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