Internacional
Han robado un Picasso en París, 2,5 millones de euros. Estas cosas repercuten en el palacio de Buenavista, Museo Picasso de Málaga, porque el esplendor de los museos también está en las cifras fantásticas del arte, los más de 100 millones de dólares del Muchacho con pipa picassiano, de 1905, récord mundial de las subastas, y ahora el cuadro desaparecido, 50 por 60 centímetros, un plato blanco, unas cenefas de papel pintado y un pastel marrón en un mundo azul-gris, naturaleza muerta de 1924. Los museos son tesoros que enriquecen los ojos y el espíritu y la imaginación: el arte es un mundo fabuloso de conquistadores, millonarios, coleccionistas, ladrones, falsificadores, traficantes y artistas.
Estaban restaurando el bodegón del pastel, y se perdió en los talleres del Centro Pompidou de París. No lo ven desde enero, pero, como si fuera una obrilla insignificante, hasta ahora mismo nadie notó su falta. La tabla pintada al óleo por Picasso puede volverse invisible y digna de olvido absoluto durante meses, pero tiene el poder de iluminar y revitalizar ciudades: la preparaban para mandarla a Roubaix, antigua ciudad de fábricas textiles, donde van a abrir un museo en lo que fue piscina pública. Aunque el óleo robado sea invendible, la policía piensa en algún adorador maniático, secreto, en contra del valor de ostentación de las obras artísticas, que casi siempre acaban siendo emblema y botín de conquistas comerciales o puramente militares.
Yo recuerdo Xanadu, el palacio del magnate Kane, que había sido educado por banqueros, en la película Ciudadano Kane, de Orson Welles. Recuerdo sus inacabables galerías llenas de magníficos objetos polvorientos y cajas que nunca serán abiertas, y pienso en los regalos de la boda real de don Felipe y doña Leticia: pinturas de extraordinario tamaño, regalos de todos los países y todas las aldeas, vajillas y vaquillas, unos burros, aves y árboles vivos, una campana, música de sevillanas, una cosecha de manzanas, mantones de manila, brocados cordobeses en oro. Me imagino los ojos, el sistema nervioso, los cinco sentidos ("embudo de la conciencia", los llamó el jesuita Gracián), la cara de los novios reales recorriendo su Xanadu nupcial.
Creo que el último convite de bodas al que asistí fue en Cádiz, en San Roque. Estuve de lejos, no invitado, huésped en el hotel de la celebración. En el aparcamiento sólo había matrículas de Gibraltar, porque fue una boda gibraltareña en San Roque, y yo era un espía filológico, digámoslo así, con el oído puesto en el cálido inglés de los gibraltareños. Ayer, en Londres, Moratinos, ministro de Exteriores, volvió a hablar de Gibraltar con Gran Bretaña. Gibraltar es un asunto de ayer mismo, es decir, de hace 300 años, un pleito entre familias, los Borbones y los Habsburgo, a propósito de una herencia. La historia de la humanidad es una historia de trifulcas familiares. La novedad en la conversación hispano-británica es que el ministro español hablará de soberanía, pero también de una deseable colaboración entre gibraltareños y españoles. Y esto es mejor que la fiebre antigua, el celo reconquistador, ese ansia angustiosa de posesión que tan mal funciona en los amores y los negocios.
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