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Justicia a las víctimas del fascismo

La Universidad de Barcelona rindió homenaje hace unos días a un grupo de catalanes supervivientes del campo nazi de exterminio en Mauthausen. Con tal acto solemne en el paraninfo, el rector Tugores, en nombre de una institución nacida para transmitir los valores humanos de dignidad, libertad y paz,ensalzó y agradeció el sacrificio de aquellos viejos luchadores antifascistas que no fueron presos y vejados por un ciego azar, sino por su tenaz combate en la guerra española y en la resistencia francesa contra el totalitarismo más cruel del siglo XX. El escritor Jorge Semprún, otro superviviente en el campo de Buchenwald, pronunció unas conmovidas palabras de recuerdo solidario y habló de la injustificable amnesia colectiva que, en favor de la reconciliación nacional, no completó la amnistía de los presos y perseguidos políticos del final del franquismo con un reconocimiento público de tantos otros en años anteriores y la posible reparación de los injustos perjuicios de todas clases que sufrieron quienes, por enfrentarse o no colaborar con el golpe militar y fascista contra la República, padecieron la guerra y la represión posterior más inhumana tanto en España como en territorio nazi.

Sin menguar un ápice la admiración y el aplauso que todos los asistentes al homenaje dedicamos a aquellos ancianos, hombres y mujeres, cuyos avatares de cada uno eran leídos mientras entraban en el salón con lentitud a la que no faltaba una humilde grandeza, debo reconocer que para mí su rasgo más admirable era su propia supervivencia entre tantos miles que, hundidos en la desesperación, no resistieron el sadismo que los exterminaba. El psiquiatra Bruno Bettelheim ha explicado en un libro famoso la causa de este fenómeno, común a todos los campos de esa índole. Resistieron hasta ser liberados quienes tenían fe en algo (religioso, político, humano) o se sentían religados a alguien que los esperaba (familiar, amigo, amante). Sólo la trascendencia de ellos mismos lograba que resbalase por su carne dolorida y su mente torturada la indignidad deshumanizante de los verdugos. Su fe y su amor, hechos esperanza, les liberaba cada día. ¿Cómo no evocar aquí los versos del poeta Miguel Hernández, encarcelado en España por la misma causa, dirigidos a su mujer: "Libre soy, siénteme libre. Sólo por amor"? Aquel temple de hace más de 60 años aparecía tan visible a nuestros ojos en el brillo juvenil de su mirada y en la increíble lozanía de su porte, lleno de dignidad, que nadie hubiera acertado su verdadera edad ni captado la huella de un terrible pasado indeleble.

En estos días que corren, de locura imperialista y sangrienta; cuando llegan de Oriente postales indecentes que estremecen y en Barcelona dialogamos por la paz en el mundo, la justicia en la tierra y la dignidad de los humanos, las figuras, ya históricas, de nuestros compatriotas en el paraninfo de mi universidad se me antojaron estatuas vivas de un templo consagrado a la única religión que nos une a todos sin excepción: la de los fieles creyentes en la humanidad y su casa común. El rector Tugores ya había anunciado que en ese mismo día se había sustituido la inscripción franquista que ha figurado hasta ahora junto a las puertas del claustro de entrada por una ancha placa dedicada a cuantos ofrecieron su vida a la defensa de la libertad, la democracia y la paz; entre ellos, sin duda alguna, los supervivientes catalanes de Mauthausen. Me emocionó recordar que allí mismo, desde aquellas puertas, más de una vez traspasadas por la policía franquista para reprimir el pionero movimiento democrático estudiantil de 1957, habíamos gritado, al mismo tiempo, justicia para los comunistas demócratas húngaros, aplastados por los tanques rusos del neoestalinismo, y justicia para el pueblo español, trabajador, explotado y sin libertades políticas. Entonces éramos tan jóvenes como muchos de los combatientes que cayeron en manos de Hitler y sus secuaces. Pocos sabíamos de su existencia porque la propaganda y la censura del régimen autoritario español nos lo impedía. Pero, la juventud tiene intuiciones y clarividencias morales que cierta madurez no sabe o ha olvidado. Investigamos el pasado ominoso, lo repudiamos y nos lanzamos a la calle para exigir justicia, incluida la que debíamos a los héroes de la primera resistencia al Eje del Mal.

Algo, mucho, no todo, de esa justicia hemos llegado a verla los veteranos de aquel combate pacífico, pero ¿cuándo veremos la que aún clama en la voz de tantas víctimas españolas del fascismo que todavía viven; en la de familiares de personas desaparecidas, enterradas en fosas comunes sin localizar; en la de las 17 asociaciones que acaban de pedir al Gobierno una serie de propuestas para sacar a la luz las represalias y el exterminio contra la población civil en aquellos años; en la obra de jóvenes historiadores, esforzados en recuperar la verdadera memoria histórica de un tiempo de horror, para honrar el sacrificio que hizo posible, a la larga en demasía, la libertad y la democracia que ahora gozamos y que a ellos se debe en gran medida? ¿No las hemos defendido en las últimas elecciones frente al fantasma de una guerra injusta y cruel, provocada por el nuevo totalitarismo imperialista y practicada con el mismo desprecio a la dignidad humana que sus antecesores fascistas? Es hora, pues, de acabar con una amnesia vergonzosa y dar reparación, tanto colectiva como personal, a los que lucharon y sufrieron por un futuro nuestro mejor, que hoy es presente y nos obliga.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.

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