Feria
El pesimismo, como doctrina, enseña que la realidad es esencialmente mala y que de variar sólo puede escorarse a lo peor. Y aunque cualquiera puede hallar motivos de sobra para compartir esa negrura con sólo abrir un periódico, nos causa un inmenso placer descubrir que, de vez en cuando y aunque sea en detalles minúsculos, el pesimismo no siempre está en lo cierto. Como en el caso de la Feria del Libro de Sevilla, que no es la que yo conocí siendo adolescente, acampada con indecisión entre la Plaza Nueva y la de San Francisco, polvorienta y aburrida viendo pasar sombras que apenas se detenían a contemplar las carátulas de los volúmenes. La feria ha cambiado y no ha sido a peor, lo cual, quizá, podrá servir a alguien para tomarse menos en serio a Cioran o a Schopenhauer. Desatendida por las instituciones y repudiada por los libreros, ignorada por la mayoría de la población, esta feria por la que ahora paseo, comprobando que las casetas, los muestrarios y las carpas que acogen diversos actos gozan de un excelente color y muy buena salud, estuvo a punto de asfixiarse y desaparecer en otro tiempo. Dicen que es a un cambio de gestión a lo que debemos este renacer, como el súbito florecimiento del rubor en un enfermo desahuciado, que nos hace pensar que Sevilla no ha salido, no al menos todavía, de los circuitos culturales, y que merece la pena que los autores tomen un tren para firmar libros bajo el sol de primavera, conversar con quienes les admiran y mezclarse entre el público.
Nada hay que más me alegre que poder darle la patada, de vez en cuando, a este perro sarnoso del pesimismo que, como la mascota de un vagabundo, me acompaña a donde voy sin yo quererlo y en ocasiones se me mete entre las piernas haciéndome tropezar. Esta nueva Feria del Libro me allana el campo para el entusiasmo, pero no siempre puede uno apostasiar de sus sentimientos con la misma soltura con que se cambia de calcetines: porque aunque deambulo bastante satisfecho entre los mostradores dedicando miradas de reojo a las últimas novedades, me acuerdo también de las declaraciones de Rogelio Blanco, nuevo director general del Libro, en el congreso de editores de Compostela, y me doy cuenta de las muchas barreras y espinos y zanjas que tienen que salvar todavía todas estas páginas para alcanzar ese destino último que son un par de ojos. Blanco reconoce que la sequía de bibliotecas en España resulta alarmante, y que el promedio de libros por habitante en nuestro país apenas araña la mitad del que puede encontrarse en los países del norte de Europa. Los inmigrantes del Este, que huyen de un mundo hambriento y cultivado, acuden a las bibliotecas municipales para encontrar con estupor que los fondos son descuidados, anárquicos, y que aquí no podrán garantizarse esas lecturas que en sus ciudades de origen eran patrimonio de cada vecino como el idioma y las señales de tráfico. Está bien esta feria, están bien todas las ferias por paupérrimas y torpes y desarrapadas que lleguen, si consiguen, aunque sea una docena de milímetros, acercar algo más la portada a las manos que pueden abrirla. Debemos aprovechar todas las oportunidades de cruzarnos con un libro, vistas las mucho más numerosas y próximas que existen de perderlos.
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