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Columna
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Acaso Letizia

Oviedo, para un hijo de asturianos que vive lejos del norte, es un mito gótico, familiar y lluvioso, rodeado de prados. Y además Oviedo fue una viejísima capital de la Iberia cristiana, un peldaño prerrománico que brilla en Santa María del Naranco, y en los otros templos de juguete que alzaron unos reyes muy primitivos. Monarcas que luchaban contra los sarracenos, y a veces contra los osos, como Favila, que murió en las garras de uno muy feroz, sin duda republicano.

Oviedo de los reyes y de tantas otras cosas, de los siglos que pasaron y de sus ilustrados: el padre Feijóo, aquel fraile gallego, y de Jovellanos, aunque éste era de Gijón; y de muchos otros sabios de la política y la economía. Oviedo de los rentistas de las minas, de las mujeres de prestigio, de los jurisconsultos y del arzobispado. Oviedo de los premios del príncipe de Asturias, de su teatro Campoamor y, sobre todo Oviedo/Vetusta de La Regenta, de Clarín, que no hay ciudad más literaria en España; quiero decir mejor soldada a una gran novela.

El año de 1972 fui a Oviedo varias veces: en mayo para ver a mi abuelo, ingresado en un sanatorio de las afueras; en julio para pasar unos días con mis tíos en Pola de Siero y en agosto para acompañar a mis padres en un viaje remembrante por las cuencas mineras y por las orillas del río Piloña. Luego, ya en septiembre, fui por examinarme de la madurez del Preu. Y mucho me gustaba a mí, muchacho de ciudad modesta, aquel esplendor de Oviedo: su aire universitario; sus chicas de bien; sus cafés y librerías, y todo bajo el aura de Clarín, que casi lo vi en la torre de la catedral, con su catalejo. Y sucedió que en una de aquellas tardes de repasos de latín y de griego me senté en un banco del parque de San Francisco, y vi al poco a una familia joven, muy joven; una pareja con un cochecito de bebé. El banco era largo, yo estaba en una esquina, lo recuerdo perfectamente. Ellos me dijeron de compartirlo, cómo no, y allí se sentaron, y así vi el sonrosado y pequeño rostro de Letizia Ortiz, probablemente. Y le hice unas gracias torpes de estudiante atribulado.

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