Se busca árbitro que concite respeto
Hace unas semanas leía un libro apasionante de Stephan Zweig titulado El mundo de ayer, (publicado por la editorial Acantilado) que no dudo en recomendarles. Aporta un testimonio inteligente de la primera mitad del siglo pasado, de aquello que un ciudadano perspicaz, como lo fue Zweig -quien, incapaz de sobrevivir a su inmensa lucidez, se suicidó en Brasil en 1942-, podía captar con sólo prestar atención al mundo de su alrededor, a lo que ocurría en las calles, y me asombraba de la cantidad de reflexiones de este escritor austríaco de origen judío que podían, sin problema alguno y sin mover ni una coma, trasladarse a nuestra realidad contemporánea. Me estremecí, porque Zweig hablaba de las décadas que precedieron a la Segunda guerra mundial y llamaba la atención sobre la ceguera y sordera de sus coetáneos y, desde luego, de sus gobernantes, que no supieron ver ni calibrar el peligro inminente que se les venía encima, en el reguero de señales que los fanáticos nazis dejaban por el camino. Era obvio que se estaba cociendo algo gordo y nadie quiso asumirlo, ni se hizo lo suficiente por evitarlo.
Cuando el pasado 10 de mayo vi en televisión al Presidente Bush de visita al Pentágono para -ante el alud de documentos gráficos probatorios del trato infame a prisioneros iraquíes- felicitar al responsable en última instancia, Donald Rumsfeld, por "su soberbio trabajo hecho en Irak", algo en mi interior se removió. No sólo parece inoportuno ese respaldo ostentoso a la persona que, como mínimo, se le fue de las manos el control de sus tropas en un país ocupado, sino ofensivo y peligroso. El daño hecho a lo que se entiende como cultura occidental es tremendo, y el odio gratuito que genera con esos gestos todavía está por pasar factura, a saber dónde. Me acordé de Zweig y me pregunté si no nos encontrábamos, de nuevo, gobernados por un ciego ignorante que propicia un nuevo cambio a peor en el orden mundial de dimensiones aún desconocidas, porque, desde luego, algo gordo debe estar cociéndose a la sombra de ese abismo abierto, de imposible zurcido, entre Oriente y Occidente. Y parece que nadie está por evitarlo.
La democracia americana no es lo que fue y este hecho debe preocuparnos a todos. Empezó su declive al negarse a reconocer al Tribunal Penal Internacional -ahora se entiende ese empeño de que sus soldados no tuvieran que responder de sus crímenes ante nadie- y al adoptar esa teoría contra toda justicia de la guerra preventiva. Democracia que ha quedado incapacitada para actuar de mediadora en los grandes conflictos entre naciones. Ha dilapidado la inmensa autoridad moral conseguida, precisamente, tras su intervención en la Segunda guerra mundial y las décadas que le siguieron. Hoy los mensajes que transmite EE UU. no son ejemplarizantes y su comportamiento en el concierto internacional está lejos de ser el de un modelo respetado. El presidente de Siria, Bacher el Asad, lo ha resumido con sencilla clarividencia: por primera vez la superpotencia se ha convertido en una fuente de inestabilidad. Manifestaron querer liberar a Irak de un dictador e implantar una democracia modélica para el resto de los países árabes. ¿Al estilo de lo que ha sucedido en la cárcel de Abu Ghraib?, se preguntan éstos. ¿De lo que impera en Guantánamo? Bush, Rumsfeld, Cheney, Rice, Powell, la camarilla de los poderosos, enrocados en sus posiciones personales, con la vista puesta en las próximas elecciones, esclavizados por los intereses económicos de las empresas que financian la campaña, parecen no ser conscientes de que han perdido la capacidad de visionar, y en consecuencia proyectar, un futuro de esperanza.
En Europa las cosas se ven de otra manera, pero falta unidad de voz y de acción, y capacidad dialéctica con el aliado americano. Europa, como entidad política, está todavía haciéndose, con lentitud desesperante. La realidad, sin embargo, apremia. Las elecciones europeas, en las actuales circunstancias, cobran mayor interés y, sobre todo, la aprobación de una Constitución, aún a costa de sacrificar intereses locales, y la existencia de una política exterior y de defensa común que permita presentarse ante el mundo como contrapeso significativo. Porque la paz es prioritaria. Y la necesidad de un nuevo árbitro imperiosa.
Por cierto, y aún saliéndome del tema central de este artículo, quiero hacer esta observación: ¿por qué durante toda una semana sólo se ha publicado el nombre y el rostro de la abominable soldado Lyndie England, en relación a las torturas de presos iraquíes? Lo que ha hecho es horrible pero, en una sociedad que se pretende igualitaria, no es más horrible porque ella sea una mujer. No estaba sola. Sus compañeros soldados varones se merecen el mismo trato y la misma publicidad. He aquí un ejemplo más de discriminación sexual negativa practicada unánimemente por todos los medios de comunicación.
María García-Lliberós es escritora.
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