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Columna
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Nueva York-Madrid

En las manifestaciones contra la guerra en la isla neoyorquina de Manhattan, que las hubo, un grupo de ciudadanos contrarios a la invasión de Irak se hizo notar bajo el lema No en nuestro nombre. Entre ellos había gente que había sufrido directamente en los atentados de las Torres Gemelas. Víctimas del terrorismo, bien en sus propias carnes o bien en las carnes de sus seres queridos. Se trataba de arrebatarle al Gobierno norteamericano la excusa esencial para la acción armada. El Gobierno respondía hablando de justicia, que es una palabra más hermosa que venganza. Sin embargo, las razones últimas de José María Aznar, Tony Blair y George Bush para lanzarse a la locura de la guerra no estaban entonces, ni -desde luego- están ahora, nada claras.

Tras los atentados de Madrid y el llamado vuelco electoral, que se fraguó, no en una horas como quieren hacernos creer, sino en meses de malestar provocado por una guerra que no contaba con el apoyo de más de la mitad de los españoles, Bush, Blair y Aznar, y quienes con ellos van, repitieron la tesis de que un Estado democrático no puede regirse por el miedo y de que resultaba inaceptable y sentaba un grave precedente el permitir que los terroristas dictasen nuestras respectivas políticas.

Resulta cuando menos curioso, teniendo en cuenta que prácticamente todo lo que se ha hecho en política exterior e interior en Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001 ha estado precisamente condicionado, instigado y en ocasiones falsamente justificado por dichos atentados. Desde el giro en las políticas de inmigración hasta las leyes de excepción que chocan de plano con los derechos constitucionales, leyes que amparan los campos de Guantánamo, por ejemplo, hasta lo más evidente, la guerra misma.

Ahora que llegan las fotos, los souvenirs del horror, y que la cifra de muertos alcanza números inaceptables para la sociedad estadounidense, cabe preguntarse si un giro de sus votantes en las próximas elecciones será considerado también por los señores de la guerra como una derrota frente al terrorismo.

Madrid y Nueva York se han convertido en las ciudades más citadas por la prensa internacional en los últimos tiempos, hermanadas por el dolor, por esos onces idénticos que se elevan sobre el mapa de nuestro presente como las propias Torres Gemelas y su alargada sombra.

Si al dolor de Nueva York le siguió la engañosa valentía de la guerra, al dolor de Madrid le ha seguido la engañosa cobardía de una retirada, no sólo razonable y razonada, sino anunciada, prometida por José Luis Rodríguez Zapatero con mucha antelación.

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Todas las guerras son crueles y todas las guerras, con fotos y sin ellas, están hechas de horrores similares. Si algo queda claro en estos días es que los Estados demócraticos soportamos mal nuestras propias guerras, que no tenemos el estómago ni lo que hace falta para lanzarnos a la aniquilación de nuestros enemigos.

Entre los sectores más recios del Ejército americano se criticaba a Colin Powell y su idea de la guerra moderna; evitar las bajas propias a cualquier precio y reducir esos siniestros daños colaterales. Se mofaban de Powell hasta el punto de ponerle el sobrenombre de General Madre. Hay una corriente en Estados Unidos que aún defiende que América lucha sus contiendas modernas con una mano, la dictada por la opinión pública, atada a la espalda. Ahora Powell, el personaje más enigmático de todo este asunto, se encuentra con la guerra que no quería entre las manos. Debió pensar que el objetivo final merecía la pena. Se me escapa cuál era aquí el gran plan, tal vez un camino armado por la región hasta la hoja de ruta. Sin embargo, para que un fin justifique estos medios (y esto ha sucedido en muy contadas ocasiones más allá de la locura nazi), dicho fin tiene que estar bastante más claro que un montón de pruebas falsas que jamás conectaron convincentemente el régimen de Sadam Husein con las desgracias que hemos vivido. Tiene que haber otra manera de defendernos y, también, otra manera de protegernos para el futuro. Mientras dan con ella podemos seguir agarrados a nuestra dignidad y decir en las calles de Manhattan, en las de Madrid y en las urnas: no en nuestro nombre. Nadie podrá negarnos ese derecho.

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