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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Raíces de nuestro europeísmo

CUENTA JUAN BENET en una de las piezas de su Otoño en Madrid hacia 1950 que en el Regimiento de Transmisiones acantonado cerca de la capital un sargento preguntó a los reclutas qué pensaban acerca de la patria; y como no le satisficiera ninguna repuesta, dijo: "Os lo voy a explicar de una vez para siempre. ¿A que cuando véis a un francés os da rabia? ¿Sí? Pues eso es la patria". No cuenta Benet, pero es igualmente cierto, que por los años en que el sargento impartía sus lecciones de patriotismo, la clase dirigente, intelectual y política, del régimen propalaba a los cuatro vientos una remozada teoría de la secular decadencia española, que no habría sido resultado de un daño interno sino de una confabulación externa liderada por Francia y Gran Bretaña: era el momento de iniciar el desquite y afirmar la verdad de España ante el mundo.

Liberalismo y democracia habían sido los virus importados de Inglaterra y Francia, causa de la degeneración del verdadero ser de España. Para exterminarlos no había más que afirmar la doble identidad española como católica y anticomunista. En las condiciones que vivió Europa al terminar la Segunda Guerra, esa doble afirmación conducía, por un lado, al Vaticano, por otro, a Estados Unidos. Irónicamente, si España volvía a ser algo en el mundo, la senda no pasaría ya por París ni Londres sino por Roma y Washington. Cerca de Dios y bajo la sombra alargada de EE UU, pasamos un largo periodo de nuestras vidas como una especie de protectorado del Vaticano y de Washington, que velaban por la salvación de nuestras almas y el alimento de nuestros cuerpos.

Hasta que dijimos puufff y empezamos a abrir ventanas y franquear aquellos Pirineos que los regeneracionistas de principios de siglo querían ver horadados por cientos de túneles. Y fueron decenas, cientos de miles de españoles, obreros, estudiantes, jóvenes en crisis, los que tomaron el camino de Londres, París o Francfort. Nunca, en una historia plagada de emigraciones y exilios, tantos españoles dejaron la patria, se olvidaron de las causas de su decadencia y se fueron a trabajar, estudiar, ver cine, entrar en verdaderas librerías, como en aquellos años. Así nació un sentimiento que rápidamente encontró terreno abonado para echar raíces: queríamos disfrutar de las mismas libertades que aquellas gentes de Europa.

Los que se quedaron aquí en posiciones de poder -los llamados tecnócratas- inventaron una fórmula para contener y dar cauce a los nuevos sentimientos: europeización en los medios, españolización en los fines, dijo uno de ellos y repitieron todos. España sería por siempre diferente. Y así fue como el sentimiento de europeísmo tuvo que abrirse paso contra la apabullante propaganda de la diferencia española. Cada vez que Fraga o López Rodó -o sus intelectuales orgánicos- volvían con la monserga de la diferencia para legitimar la ausencia de libertades públicas, más hondo arraigaba el europeísmo. Hasta el punto de que lograron convencer al personal de que el verdadero patriotismo español consistía en querer vivir como los europeos por antonomasia, que para muchos de nosotros eran los franceses.

Francia, no hay que decirlo, respondió con su proverbial mezquindad a tanto amor, y, cuando murió Franco, antepuso intereses de orden interior a su primer impulso de conducir bajo una condescendiente tutela los primeros pasos de la joven democracia española, una democracie octroyée como lamentaban algunos de sus politólogos que tal vez hubieran preferido asistir de nuevo, al sur de los Pirineos, a una revolución en toda regla. De modo que, para ser plenamente europeos, además de nuestro viejo combate contra la diferencia propia, hubo que trabajar contra la mezquina "pausa giscardiana". Al final, todo coadyuvó a inaugurar el periodo más dinámico de la política exterior española y romper la dependencia de cualquier alianza unilateral o preferencial. Ni vasallos de Estados Unidos, ni pupilos de Francia: la entrada en la Comunidad Europea no fue una concesión, fue un logro; nadie regaló nada.

Fue precisamente esa entrada como logro, y no como regalo, lo que liquidó una frustración histórica. ¿La liquidó? Bueno, escuchando al ex presidente del Gobierno español, y leyendo a los columnistas que durante estos últimos meses han vuelto a identificar patriotismo español con rabia al francés, se diría que una espina quedó clavada en el corazón de nuestra más reaccionaria derecha: lo que querían de verdad no era ser como los europeos sino como los americanos para así plantar un día los pies encima de la mesa. Lástima que tanto analista de política internacional haya confundido ser alguien en el mundo con volverse loco por sentir la mano del Gran Hermano suavemente posada sobre el hombro de la patria.

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