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Columna
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Cotillas

Hoy se descalifican por sistema las apreciaciones de carácter cultural o social formuladas en términos generales, si bien aún son toleradas cuando manifiestan una ideología permisible. Por ejemplo, nadie acepta hoy un comentario generalizador y peyorativo que afecte a las mujeres, pero si un comentario de ese carácter se refiere a los hombres parece fruto de la agudeza y de un encomiable sentido del humor. Sólo esas licencias que nos permite el lenguaje políticamente correcto hacen permisible lo que ahora voy a decir.

Tradicionalmente las mujeres han cargado con el sambenito de ser más cotillas que los hombres, como si se tratara de una inclinación casi genética, cosa que siempre me ha llenado de perplejidad: en la realidad, los hombres son mucho más cotillas que las mujeres, lo son hasta extremos patológicos. Los hombres cotilleamos hasta hacer de ello un verdadero vicio y lo hacemos con tal insistencia que no comprendo cómo el imaginario social imputa a la mujer el monopolio de ese deporte tan divertido como indigno. Eximir a la mujer de ese defecto no significa que ella sea un alma cándida. Yo sigo creyendo en las imputaciones culturales o sociales de carácter general (por más que la realidad coleccione excepciones) y la capacidad de la mujer para exhibir ciertos vicios y exhibirse en ellos llega a ser diabólica. Pero hay que insistir en que esto del cotilleo no sólo no es lo suyo, sino que a los hombres nos pertenece casi en exclusiva.

El hombre ha sabido disimular esa pasión oculta porque, en el imaginario colectivo, la mujer domina una porción del cotilleo intrascendente: el de los personajes públicos. Pero todo buen cotilla sabe que los lances de esos papanatas que pueblan las revistas son insignificancias que no merecen un solo minuto de nuestro valioso tiempo (o quizás menos valioso, quién sabe). Hay mujeres a las que les distrae la biografía de algunos famosos, pero un buen cotilla no pierde el tiempo en semejantes futesas.

Un buen cotilla, como saben los hombres, aunque a menudo ni siquiera tengan el valor de decírselo a sí mismos, se ejercita en las distancias cortas. Las separaciones, los embarazos imaginarios, los abortos, los tratamientos de desintoxicación, los fracasos sentimentales, las infidelidades, las fugas, los raptos, los despidos laborales o los cambios de poder que verdaderamente interesan a los hombres deben ocurrir cerca, deben ser domésticos, oficinescos, familiares. Las revistas y los programas del corazón son para nosotros incomprensibles pasatiempos. La escandalera que nos gusta es la que perpetra nuestro amigo del alma, o un compañero de oficina, o cierto personaje al que ya hemos perdido de vista pero con el que tuvimos en su tiempo cierta intimidad. Ese es el cotilleo que apasiona a los varones: el cotilleo local o familiar, el cotilleo cuerpo a cuerpo, una trama más apasionante (en su minucioso relato, en su envidiosa crítica o en su infame difusión) que el de unos lejanísimos individuos que habitan en Marbella o en ignotos palacios de treinta habitaciones.

Nada hay que le ocurra a un príncipe o a una folclórica que no esté también ocurriendo a la vuelta de la esquina. Ningún embarazo extraconyugal sale en la tele sin que se esté gestando uno parecido al otro lado del tabique. La escalera o la oficina, en realidad, son el mundo en miniatura. Seamos sinceros: el cotilleo de los hombres, tan intenso que ni ellos mismos saben de las dimensiones de su vicio, se desarrolla a pie de obra. Ante la investigación empírica de la naturaleza humana palidece cualquier revista de papel couché.

Y es que el cotilleo quizás se relaciona, en el caso de los hombres, con su más o menos inconfesa pasión por la pornografía. El hombre deplora lo decorativo: le gusta ir al grano, con todo lo que ello tiene, a veces, de honesta sinceridad y, a veces, de elemental brutalidad. Y hay que reconocer que la verdadera fascinación del cotilleo proviene de su carácter pornográfico, de su capacidad para acceder, siquiera sea en parte, a la desnudez del alma, una desnudez, todo hay que decirlo, mucho más vergonzante que la otra.

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