Una poética del piano
Jesús Ruiz Mantilla ha escrito una novela que es, entre otras cosas, una poética del piano. En Preludio se debaten dos verdades: la del compositor y la del intérprete. De la misma manera que hubo una vez en la historia de la novela una feliz desavenencia entre el autor y la hora del lector, para decirlo con palabras de Castellet. León de Vega, el pianista que recrea en su novela, tiene el perfil del intérprete incómodo para las ortodoxias. La verdad que defiende está en su alma, en algunos de sus enigmas, todo ello al unísono con los Preludios de Chopin ante los cuales debe rendirse pero a la vez sublevarse en medio de la fascinación, el respeto y la trasgresión. Probablemente, en su condición de periodista de EL PAÍS y crítico musical, no desaproveche Ruiz Mantilla (Santander, 1965) la oportunidad de deslizar su poética de la crítica. La indecisa admiración que profesa el narrador León de Vega por Glenn Gould no necesariamente tenemos que entenderla como la idea que tiene Ruiz Mantilla de la interpretación de Bach ni de la interpretación en general. Pero es un buen ejemplo de esa poética del piano que mencionaba al principio. El pianista junto al mundo, con su drama personal, como el que narra el mismo León de Vega, pero junto al mundo, muy distinto a esa soledad enfermiza e insolidaria con la cual Gould atrapaba para sí solo El clave bien temperado de Bach entre su ensimismada respiración y las paredes insonorizadas de una sala de grabación. También es una muestra de su poética de la crítica y del piano juntas, la mención que hace el narrador-intérprete de Alfred Brendel, ese grande del piano que decidió un día no tocar los Preludios chopinianos, tanto era su respeto, ese temor reverencial que también practica León de Vega. Ahora bien, no quisiera que se pensara que la novela de Ruiz Mantilla sólo lo es para músicos, que también. Lo es sustancialmente para lectores exigentes de emoción literaria, además de serlo de coherencia y lógicas narrativas.
PRELUDIO
Jesús Ruiz Mantilla
Ocho y Medio. Madrid, 2004
149 páginas, 18 euros
León de Vega es intérprete de los Preludios. Acomete las piezas del célebre polaco entre la exigencia de la profesión según los cánones del mercado y su vinculación profunda y sentimental con su idea de la música, del arte y del mundo. León de Vega narra su drama como intermediario entre el arte y el mundanal ruido de la sociedad contemporánea. Y en esta circunstancia acierta con plenitud artística el autor cántabro. Como hombre de sólidos conocimientos musicales y como hombre sensible y no menos conocedor de la representación novelística. Preludio se vertebra, a mi entender, en torno a ese enigma desconsolador que acompañará al héroe, ese atormentado y contradictorio héroe de novela romántica alemana, hasta el fin de su corta existencia, y el tono del preludio cuatro de Chopin. La insondable tristeza de esta pieza de apenas dos minutos (interpretada sobre todo por Martha Argerich) define el tono del relato de León de Vega, ese secreto que nunca pudo ni podrá develar, el indescifrable suicidio de su padre cuando él apenas era un chiquillo. Y como no podía ser menos, Preludio defiende también una poética de la construcción novelística.
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