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¿El zar listo?

Malo es que el nombre de Chechenia sólo asome entre nosotros al calor de hechos luctuosos como el registrado el pasado domingo en Grozni. Motivos sobran para preguntarse si la imagen de lo que ocurre por aquellos pagos en la que bebemos en estas horas permite palpar la hondura de los problemas y esquivar dramáticas simplificaciones. Nada más urgente, en cualquier caso, que repasar nuestros conocimientos sobre un país, Rusia, que se beneficia, por una vez, de una interesada penumbra informativa.

Digamos, por lo pronto, que son pocas, muy pocas, las monografías que en el mundo occidental se interesan por la Rusia de Putin. La circunstancia no deja de ser llamativa, tanto más cuanto que en el último decenio del siglo XX la producción académica sobre el país que entonces encabezaba Yeltsin fue muy copiosa. Mientras los expertos, remisos a emitir un juicio sobre la era putiniana, se han tomado un descanso, entre nosotros se han instalado con placidez unas cuantas percepciones que se antojan similares a las que atenazan a los rusos.

Admitamos que el presidente reelegido en marzo ha salido airoso de la inevitable, y trivial, comparación con un predecesor caprichoso, inconstante y borrachín. Confrontado con Yeltsin -ese remedo contemporáneo de la figura del zar tonto, que no nos ahorró sobresaltos en forma de golpes de Estado, destituciones intempestivas, improvisadas guerras y desoladores crash bursátiles-, nuestro hombre le ha regalado a Rusia una aparente calma, cabalmente confirmada por un hecho ya invocado: el país apenas hace acto de presencia en las primeras planas de los periódicos.

Y, sin embargo, todo -o casi todo- invita a palpar un formidable fiasco. Si la figura de Putin se ha afianzado, ello ha sido así antes en virtud del despliegue obsceno de un sinfín de aberraciones autoritarias que de resultas de un juicioso, sosegado y tolerante ejercicio del poder. Las adhesiones que el presidente suscita mucho le deben, en otras palabras, a una trama en la que se dan cita una pesada maquinaria represiva, la expeditiva anulación de los medios de comunicación contestatarios, la insoportable levedad de la oposición, el auge indisimulado de un discurso imperial, las secuelas afortunadas de una artificialísima bonanza económica y el inmoral e interesado empleo de la tragedia chechena. Putin, que carece visiblemente de principios -algo que a menudo se confunde con la equívoca atribución a su persona de un saludable pragmatismo-, tiene muy claro cuál es su objetivo: apuntalar inmoderadamente el poder propio.

Pero el fiasco recién invocado no se agota en lo dicho, toda vez que bebe, siquiera parcialmente, del desmentido de algunas de las certezas que acabamos de enunciar: Putin no es en modo alguno, pese a las apariencias, ese dirigente fuerte, que siempre se sale con la suya, comúnmente encomiado entre nosotros. Recordemos, para empezar, que la reata de miserias que acompaña, en la brega política, a la Rusia de hoy -una seudodemocracia en la que la división de poderes brilla por su ausencia, el debate franco es desconocido, menudean las argucias en las campañas electorales, los derechos humanos se juzgan prescindibles y las pulsiones autoritarias rezuman por doquier-, en modo alguno mueve a concluir que el presidente hace lo que le viene en gana. En el buen entendido, claro, de que los obstáculos en su camino no los impone la ciudadanía de a pie, vapuleada hoy como ayer: llegan, muy al contrario, de unos oligarcas que se aferran, con éxito, a sus privilegios.

Y es que, de entre los que rodean a Putin, no hay mayor mito que aquel que sugiere que ha puesto firmes a los magnates. Nada más desafortunado al respecto que sucumbir a una ilusión óptica: siendo cierto que el presidente ha castigado a quienes -Berezovski, Gusinski, Jodorkovski- han tenido la mala idea de plantarle cara, y que ha pujado por promocionar a un puñado de afines, no lo es menos que el Kremlin ha respetado puntillosamente lo acordado con la mayoría de los oligarcas en el verano de 2000. La transacción entonces perfilada comprometía a Putin a garantizar que los jueces no escarbarían en tan espinosa cuestión como es la relativa a la forma en que se labraron, en el decenio de 1990, formidables fortunas. A cambio, los magnates asumirían un comportamiento más civilizado, arrinconarían un tanto los elementos más salvajes del capitalismo al uso y se mostrarían cautos a la hora de ejercer presiones sobre el poder político. Describir semejante pacto como si de una bajada de pantalones de los oligarcas se tratase es olvidar, sin más, que éstos siguen campando por sus respetos, de tal suerte que, intocados los cimientos de su poder, dictan muchas de las reglas del juego en la Rusia de estas horas.

Putin no ha conseguido reenderezar, tampoco, el derrotero de un frágil Estado federal. No ha obtenido los beneficios esperados, en particular, del espasmo hipercentralista que abrazó en su momento, saldado con la gestación de media docena de mastodontes territoriales emplazados por encima de repúblicas y regiones. Pese a la apariencia de fortaleza que rodea al presidente -repitamos la retahíla-, el Kremlin no ha podido doblegar a unas y otras, que en muchos casos conservan atribuciones canceladas al calor de la Constitución refrendada, de forma fraudulenta, en 1993. Amparado en un centro moscovita insultantemente débil, Putin se ha visto obligado a transigir con lo que no siempre son, como lo sugieren las monsergas oficiales, señores feudales que se mueven a su antojo.

Nadie ignora lo que Chechenia ha significado, por otra parte, en la carrera de Putin: la guerra iniciada en esa atribulada república en el otoño de 1999 fue al poco catapulta principal para el hoy presidente. Qué ilustrativo resulta que nuestros dirigentes gusten de darle palmadas en el hombro a un individuo aficionado a señalar sin rubor que se impone el exterminio de la resistencia. Para qué prestar alguna atención al ingente sufrimiento de la población local, o a las víctimas de los atentados en Moscú o en Grozni, cuando el Kremlin obtiene francos beneficios de la mano de su tenaz insistencia en que el terrorismo es el único problema que acosa al país. Claro que tampoco aquí parece que Putin vaya a salirse con la suya, tanto más cuanto que, mientras la mayoría de los expertos conviene en que el contencioso checheno no puede dirimirse en estricta clave policial-militar, el presidente, empeñado en demonizar a toda la resistencia, no ha pestañeado al zanjar cualquier horizonte de negociación política.

Ya hemos apuntado, en otro terreno, que Rusia vive inmersa desde 1999 en una relativa bonanza económica que hunde sus raíces -agreguémoslo ahora- en la inyección de divisas fuertes provocada por la subida en los precios internacionales del petróleo. Los analistas se dividen cuando llega el momento de determinar si Moscú ha aprovechado la tesitura para imprimir un impulso decidido a reformas de relieve. Muchos estiman que existe un riesgo notable de que, caso de recular los precios antes invocados, el país regrese a tiempos infaustos. La mayoría de quienes saben de estas cosas asevera, con todo, que la mejora de los indicadores económicos no se ha hecho acompañar de cambios sustanciales en una situación social marcada por el asentamiento de enormes bolsas de pobreza y por dudas sin cuento en lo que atañe a la consolidación de una clase media que merezca tal nombre.

Tampoco soplan buenos vientos en materia de política exterior. Ésta se perfila hoy alrededor de una inocultada sumisión al dictado estadounidense, con las secuelas imaginables: marginación de Naciones Unidas, patético esfuerzo de integración -bien que en posición marginal- en el carro del Norte desarrollado, venta al mejor postor de una parte significada del patrimonio energético, callada aceptación del gran juego norteamericano en el Pérsico y el Caspio y, en general, descrédito de Rusia como agente internacional independiente. Para que nada falte, las fuerzas armadas conservan un papel por encima del razonable en la fijación de muchos criterios, y por momentos se hace evidente que tanta docilidad del lado de Moscú apenas está siendo recompensada por el amo estadounidense: EE UU no ha renunciado a su escudo antimisiles, apuesta sin cautelas por una nueva ampliación de la OTAN, parece decidido a preservar las bases creadas en el Cáucaso y el Asia central, y, en fin, no se muestra particularmente magnánimo en lo que se refiere a las cuotas de petróleo ruso que está dispuesto a importar.

No hay motivo alguno, en otras palabras, para recelar del rigor de un pronóstico que, volcado en los años de Yeltsin, a los ojos de los más crédulos habría perdido fuelle con Putin: el que sugiere que Rusia se halla inmersa en un inquietante proceso de tercermundización. Porque, al cabo, muchos de los criterios que nos han servido para dar cuenta de lo que ocurre en el Tercer Mundo vienen hoy como anillo al dedo para describir lo que sucede en Rusia. Nos hallamos, así, ante un país manifiestamente incapacitado para competir en los mercados internacionales, que reclama a gritos una revolución tecnológica una y otra vez postergada, que expele cara a economías más prósperas un caudal significado de emigrantes, que muestra en su interior dramáticas escisiones sociales, que padece las secuelas de la debilidad extrema de su sociedad civil, que se revela cada vez más sumiso en un orden internacional profundamente injusto y que no ha acabado de entender, en suma, el buen sentido de unas palabras escritas por Máksim Gorki un siglo atrás: "Tengo un particular recelo y desconfianza por el hombre ruso que se hace con el poder: quien ha sido esclavo hasta hace bien poco se convierte en un déspota desenfrenado en el momento en que se le abre la posibilidad de ser el patrón de su vecino".

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y autor, entre otros libros, de La explosión soviética y de El conflicto de Chechenia.

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