Negocio en peligro
En las numerosas especulaciones sobre las imposibles bodas del Príncipe, finalmente descartadas, nadie puso en duda que el heredero se casaría en Madrid, de modo que, cuando se anunciaron sus esponsales con una periodista sin sangre azul, todo el mundo dio por hecho que Madrid sería, y así será, el escenario de su boda. Pero una boda real es un programa de televisión y cualquier programa con ambición estética ha de cuidar con esmero su decorado. En la experiencia de bodas de la Casa Real española, este aspecto ha sido superado en anteriores ocasiones con notable éxito. Las hermanas del Príncipe corrieron mejor suerte que él: las hermosas catedrales de Sevilla y Barcelona son, por sí mismas, tan valiosos escenarios que cualquier añadido inadecuado hubiera empañado la solemnidad. No sé, sin embargo, hasta qué punto las bodas de las infantas fueron, además, un reclamo turístico para Sevilla y Barcelona, pero estas ciudades, bien porque una tuvo una Exposición Universal, y otra, unos Juegos Olímpicos, o bien porque no estimaron procedente evaluar el rendimiento turístico de esas nupcias, no llegaron a hacer balance del rendimiento que el gasto de los festejos pudo proporcionarles. Bien es verdad que tampoco emplearon dos millones de flores para adornar la ciudad, 35.000 metros de tela para envolverla, 6.000 adornos para engalanarla y, mucho menos, 192 árboles que, recordando en este caso a las víctimas del 11-M, sirvieran a la vez para una fiesta y para un luto.
Madrid ha tirado la casa por la ventana en el afán de decorarse para la ocasión. Y más que por tener en cuenta que no todos los días una ciudad casa a un Príncipe, porque la boda va a ser un negocio para la ciudad. No en infraestructuras, como le ocurrió a Sevilla con la Expo, o a Barcelona con los Juegos y ahora con el Fórum, pero sí en promoción turística. Así lo ha contado el alcalde de Madrid. Me consta que con motivo de la Conferencia de Paz la imagen del palacio Real y sus alrededores en las televisiones del mundo atrajo a mucha gente a esta ciudad. Pero no se vio entonces en las pantallas el edificio menos sólido de la catedral de la Almudena, con su apariencia de cartón piedra, en contraste con la rotunda grandeza del palacio. Y menos su interior: capillas que bien parecen desvanes en los que las congregaciones religiosas han ido depositando restos de altares con figuras de escayola que después del Vaticano II habían arrumbado en sus conventos. O efigies de dudoso valor artístico, de santos de nuevo cuño como Escrivá de Balaguer. Excepto el retablo de la Virgen de la Almudena, su imagen, el Cristo del altar mayor y algún tapiz, todo es allí pura mezcolanza, arbitrario mal gusto. No es ajeno a ese caos Antonio Rouco Varela, arzobispo de esta diócesis, con lo que se confirma además que es cosa muy antigua la vinculación de la Iglesia con el arte y el gusto primoroso, pero un vínculo nada contemporáneo. Y tampoco los cardenales son ahora lo que fueron: hombres con gusto para adornarse y para adornar. Desde luego, no lo es Rouco. Pero tampoco creí que pudiera hacerlo todavía peor. Y parece que esta vez ha querido extremar su mal gusto. Así lo prueba el hecho de que eligiera a uno de sus apóstoles seglares para que evangelice a los invitados a la boda y a los horrorizados espectadores de las televisiones del mundo con un bizantinismo pictórico chocarrero, de mala factura, cartelismo barato y anacrónico, que lo de menos es que se trate de copias sino de que el plagio sea tan malo que ni siquiera resulte ser eso. La chapucería ha empeorado la Almudena. Si las prudentes cámaras de los realizadores de televisión consiguen omitir este espantajo, es posible que a Ruiz-Gallardón le salgan las cuentas y pueda ofrecernos un balance positivo de la relación gastos-ganancias que ha producido este evento para la ciudad, de modo que más que estarnos agradecido el Príncipe a los madrileños, no sólo por las molestias, sino por los detalles, le tengamos que estar agradecidos a él por el negocio. Pero mucho me temo que no haya manera de ocultar ese muralismo de iglesia de colegio en misa con bandurrias que, para desprestigio estético del país y de la propia Monarquía, han instalado en el ábside de la catedral y en sus vidrieras. Cuando la Conferencia de Paz, tuve que explicar a algunos amigos extranjeros, que aún no habían visitado esta villa, que Madrid no sólo era los jardines de Sabatini, por si se desilusionaban cuando vinieran.
A ver cómo les explicó ahora, para que vengan, que las pinturas de Kiko Argüello son cosa de Rouco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.