La inquisición sobre la habilitación
Los estragos que viene produciendo la aplicación de la Ley de Ordenación de Universidades (LOU), especialmente en la selección de catedráticos de Universidad, han sido puestos de relieve en muy distintas ocasiones en la prensa diaria. Por otra parte, la "experiencia" de su aplicación en muy distintas áreas, ya sea la Física Teórica, la Genética, la Sociología, la Ciencia Política o la Psicología, constituye ya un saber suficientemente fundado como para que se hubiera producido una urgente rectificación legal.
En efecto, no sólo los estragos institucionales que se han consolidado, o van a consolidarse, serán de difícil reparación, sino que, además los daños personales, por su volumen tomarán también un carácter colectivo, dañando la Universidad española como un todo.
En un sobrio y lúcido análisis de la situación creada por la Ley Orgánica de Universidades, vista con la experiencia de la aplicación práctica y de las dificultades de todo orden que se han de sortear para que esa práctica sea juiciosa, de Javier Tejada (EL PAÍS, 12 enero 2004), se identificaban las luces y las sombras del sistema.
Bastaba la lectura atenta de este artículo para sacar inmediatas consecuencias prácticas. Porque, desde luego, por más optimista que uno sea, sólo se ven sombras en ese artículo. La única luz para Tejada era que se tenían delante todos los posibles candidatos de un área del saber. Todo lo demás eran problemas. Y de envergadura mayúscula.
La habilitación nacional de catedrático se lleva a cabo a partir de convocatorias o plazas de las universidades, más un añadido o "propina" del Ministerio de Educación. Por tanto, toda esa movilización de personas, aspirantes y tribunales, tiene límites, a veces ridículos: en su caso, 36 firmantes para dos plazas. En otros, la proporción no es muy distinta. Y aún puede empeorar: ahí se presentaron 16 personas. En otros hemos visto hasta veinte para tres plazas.
Primera reforma, por tanto imprescindible, es que se haga una convocatoria de habilitación nacional sin otros límites numéricos que la capacidad y valía de los candidatos, para cada área de conocimiento, y que se lleve a cabo luego, con regularidad, cada año, por ejemplo, una convocatoria similar, a la que pueda concurrir quien crea tener los méritos suficientes.
De esas convocatorias saldrán los catedráticos habilitados. La adscripción a una plaza concreta se hace, en un segundo momento, por convocatoria de cada universidad, en un concurso de adscripción.
Esta medida es la más importante e inmediatamente necesaria. Si se toma, ya no estaremos ante la situación actual en la que, como es sabido, todos los actuales catedráticos de universidad pueden concurrir a una plaza convocada por una universidad. Más los escasos habilitados. Así, lo que tenemos, de facto, es un concurso de traslado, restringido a los actuales catedráticos, que puede provocar situaciones tales como la reciente convocatoria de una habilitación en Ciencia Política, donde un miembro del tribunal evaluador puede ser el primer interesado en no habilitar al mejor candidato, para aspirar luego más "cómodamente" a la cátedra de Madrid cuando la convoque la Universidad Complutense. Es decir, es muy posible que los mejores sean los más "enfilados" por estos nuevos mandarines, que son juez en la habilitación general y parte en la oposición, luego, en cada universidad.
Mientras no se haga esta reforma, deberían modificarse las normas para que un miembro de un tribunal de habilitación no pueda luego concursar a una de las plazas que han dado origen a la convocatoria de la misma.
Esta habilitación general, de aquellos que tengan los méritos para ello, incrementará notablemente las posibilidades y opciones de las universidades, las cuales, de otro modo, con el sistema actual de habilitación por goteo, tardarán años en poder reclamar para sí a los mejores de una rama del saber.
La habilitación en su forma actual de convocatoria ha acentuado las formas más grotescas de la degradación de unas normas en sí mismas impecables, pero aplicadas con toda suerte de "alegrías". Tejada, y quienes queremos aplicar el sentido común a una norma que les fuerza a salirse de él, dedicaron muchas horas y tiempo a la selección. Hay que alabarles por ello. Pero, en tantos otros casos, algunos de los cuales he presenciado directamente, y otros me han sido narrados con todo lujo de detalles, se han podido ver: la valoración de los candidatos a siete por día, o sea, una hora de exposición, ningún debate, o algún improperio; en otro caso, presentación de una hora, comentarios lacónicos, y generalmente "neutros", e incluso halagüeños para el candidato, pero breves, y luego, a la hora de publicar las calificaciones, escabechinas sin justificación ni posibilidad de defensa de cada interesado.
En otros casos se ha visto que las "notas" se leían, a las dos de la tarde, y los comisionados, contrariamente a lo que dice la ley, que les obliga a escribir su valoración y "anotar" sobre ella, han permanecido más de ocho horas poniéndose de acuerdo para justificar la decisión que ya habían tomado antes de iniciarse los ejercicios.
En suma, la penuria de plazas, convocadas con cuentagotas, y la necesariamente abundante cantidad de candidatos a ellas, fomenta y multiplica los peores rasgos de las viejas oposiciones franquistas. Porque se puede, para decirlo con Cernuda, "arrancar una sombra, olvidar un olvido", pero la inquisición, la pregunta mayor que debemos hacernos, es si la degradación ética, personal y científica que fomenta esta ley, este sistema de selección de los maestros universitarios, es compatible ya no sólo con la docencia y la creación de saber en la Universidad, sino tan sólo con la decencia. Si no estamos ante el fomento, no querido, claro está, de una nueva inquisición, esta vez en su acepción de tiranía o abuso de poder.
Juan José Castillo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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