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LA DEFENSORA DEL LECTOR
Columna
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Periodismo y guerra (2)

Hace poco más de un año, al iniciarse la guerra de Irak, esta Defensora publicó una columna con igual título que la de hoy. En ella hacía una reflexión sobre las numerosas mentiras contadas 13 años atrás, en la guerra del Golfo, y lo mal parados que salimos los periodistas de la "madre de todas las batallas" al permitir que la información fuera sustituida por la propaganda.

Allí mencionaba un término entonces novedoso, los embedded, o "empotrados", los periodistas que iban a integrarse en las unidades militares estadounidenses y británicas -iniciativa publicitada a bombo y platillo por el Gobierno de Bush-, quienes, en teoría, iban a gozar de ventajas informativas impensables para el resto. Y también advertía del peligro de la manipulación del lenguaje que comenzaba a aflorar.

El pasado 18 de abril, la veterana periodista Ángeles Espinosa -desde los prolegómenos de la guerra ha vivido, con breves interrupciones, nueve meses en Irak como enviada especial de EL PAÍS- relataba en una amplia crónica cómo los periodistas occidentales abandonaban masivamente Bagdad ante la inseguridad y secuestros de civiles. El riesgo, algo que no suele arredrar a los periodistas, se había vuelto demasiado elevado. Los secuestros de rehenes civiles, entre ellos periodistas, se han convertido en una eficaz arma de lucha. Una treintena de informadores han sido secuestrados durante la guerra y posguerra de Irak; 25 han muerto desde que se inició el conflicto, entre ellos los españoles Julio Anguita y José Couso. "Los periodistas no se van de un país porque caigan bombas; los periodistas se van cuando no pueden informar", concluía pesimista Espinosa, tras preguntarse: "¿Qué sentido tiene quedarse cuando no se puede salir de Bagdad y dentro de la capital los movimientos están cada vez más restringidos?".

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Por fortuna, aún quedan periodistas en Irak. La propia Ángeles Espinosa confiesa, un poco más optimista, que su intención es regresar a Bagdad el próximo mes de junio. Afirma que la situación cambia constantemente y que la presión sobre los españoles, muy dura en aquellos días, "se ha relajado con la retirada de las tropas. No es que la seguridad haya mejorado, sino que no ha empeorado. Lo que está complicado es reportear, salir a la calle, hablar con la gente y sentir el pulso". Espinosa recuerda que la mayoría de los extranjeros, funcionarios, diplomáticos, contratistas o periodistas estrellas de televisiones se mueven por Irak con protección armada. Y vuelve a preguntarse: "¿Puede un periodista conseguir información normal haciendo entrevistas rodeado de tres fornidos guardaespaldas?".

El director de EL PAÍS, Jesús Ceberio, recuerda que el diario ha mantenido durante todo el último año y hasta fechas recientes una cobertura permanente en Irak mediante una rotación de enviados especiales. "El propósito del periódico es reanudar la presencia en ese país en cuanto sea posible. Un periodista del diario ha viajado muy recientemente a Diwaniya desde Kuwait, empotrado con las fuerzas del Ejército español que acudían a relevar a la Brigada Plus Ultra II, con cuyos efectivos realizó luego el viaje de regreso al emirato kuwaití".

Ceberio añade que ha de valorar los riesgos que corren los periodistas en la capital iraquí. "Dado que las condiciones de movilidad en Bagdad son mínimas, entiendo que por ahora no tiene mucho sentido asumir riesgos innecesarios para hacer informaciones que a menudo deben ser elaboradas desde el hotel y por el prurito de datar las crónicas en Bagdad. Mi obligación es sopesar todos estos elementos. En cuanto sea posible reanudaremos la presencia de EL PAÍS en Bagdad".

Testigos necesarios

¿Por qué es importante que los periodistas estén allí? Porque con su presencia directa en el lugar de los hechos, durante la guerra y posterior ocupación, han podido, a diferencia de la primera guerra del Golfo, contar lo que estaba pasando. Nunca ha habido tantos periodistas, miles, en un conflicto, lo que ha impedido que los militares y Gobiernos interesados hayan podido mediatizar toda la información, aunque sí la estrictamente militar.

"En las guerras modernas se escribe todo y se sabe todo", decía el otro día Lluís Foix en La Vanguardia. Cierto, más tarde o más temprano se sabe todo. En la época de Internet y de la televisión globalizada es difícil ocultarlo. Y en esta guerra parece que las cosas se saben más temprano.

Por los periodistas sobre el terreno supimos cómo se bombardeaban las casas, mercados y coches de los civiles iraquíes, y cómo caían familias enteras. Y por ellos supimos, bastante temprano por cierto -Guillermo Altares lo contó en una crónica en EL PAÍS el 7-5-2003- la fabulosa mentira montada sobre la soldado Lynch, convertida en heroína, y su rocambolesca operación de rescate de un hospital de Nassiriya. Su historia fue, dejando al margen el montaje total de la propia guerra, el gran montaje de la contienda, algo similar al cormorán embadurnado de petróleo de la guerra del Golfo. Así lo reconoció el Ombudsman de The Washington Post: "Fue la historia individual más importante de la guerra y cuando se descubrió que era falsa, ya no le importaba a nadie".

¿Qué pasó con el lenguaje? ¿Pudieron informar mejor los empotrados que los colegas que iban por libre?

El filósofo Emilio Lledó, al referirse a los subterfugios del lenguaje, insistía hace poco en EL PAÍS en que habría que revisar muchas de las cosas que se dicen de una manera perversa. "Por ejemplo, 'armas de destrucción masiva' o 'eje del mal' son inventos de hoy que equivalen al infierno". Si hacemos caso al filósofo, los medios de comunicación han multiplicado el infierno en esta guerra, a juzgar por las palabras perversas utilizadas.

Pero aunque los portavoces estadounidenses han repetido sin cesar lo de "Gobierno debidamente constituido", al referirse al Gobierno provisional iraquí, lo que no significa democráticamente elegido, y aunque la repugnante idea de la baraja con los rostros de los más buscados del régimen de Sadam Husein tuvo una acogida entusiasta en los medios de comunicación de todo el mundo, incluido este periódico, el falseamiento del lenguaje no parece haber conseguido en esta ocasión sus propósitos, al menos en la mayoría de la prensa europea. Los eufemismos "daños colaterales", "ciudades liberadas", "fuego amigo" o " fuerzas de liberación", fueron pronto sustituidos por sus auténticos nombres, aunque algún lector critica que EL PAÍS llame "rebelde" al clérigo Múqtada al Sáder.

'Empotrados'

En cuanto a los famosos empotrados, han sido los protagonistas de una gran polémica, especialmente en la prensa norteamericana, entre defensores y detractores. Guillermo Altares, enviado especial a Irak durante la guerra, señala la diferencia entre los empotrados y autoempotrados. "Los autoempotrados -los periodistas que iban por su cuenta y se unieron en la frontera de Kuwait a las tropas y subieron con ellas hasta Bagdad- estuvieron sometidos a muchos menos controles. Ellos documentaron la estrategia de disparar contra todo lo que se moviese, pero los reporteros de televisión empotrados dieron una versión bastante suave de la guerra. Pese a todo, los empotrados estuvieron en lugares molestos: por ejemplo, el ataque al hotel Palestine, que costó la vida al cámara español José Couso, estuvo muy documentado porque un periodista de la agencia Associated Press pudo escuchar las conversaciones militares desde el centro de mando".

Para Ángeles Espinosa, el de los empotrados fue el mayor fraude informativo de la guerra. "No por su trabajo en sí, sino por el hecho de que se vendiera su presencia entre las tropas como la única fuente de información fidedigna y verdadera, cuando estaban sometidos, como los demás, a la propaganda de un lado".

Puestos a destacar sumisiones o complicidades con la coalición invasora, parece que los medios de comunicación estadounidenses, con contadísimas excepciones, llevaron una notable ventaja. "Nosotros, como profesión", ha dicho la conocida reportera de la cadena televisiva CNN Christiane Amanpour, "teníamos que haber sido mucho más insistentes cuando exigimos saber si las 'armas de destrucción masiva' en Irak suponían una amenaza inminente para la seguridad de Estados Unidos o para el resto del mundo, lo que en este caso supuso el casus belli. También teníamos que haber sido mucho más rigurosos en nuestra insistencia para conocer los detalles del plan de posguerra. No existe excusa y nada justifica nuestro fracaso a la hora de plantear las preguntas más duras y de hacer a los Gobiernos responsables de tomar una decisión tan enorme como la decisión de ir a la guerra".

Esto no significa que no se haya manipulado la información en otros países. El nuestro, sin ir más lejos. No hay más que recordar la ofrecida en el telediario de mayor audiencia de Televisión Española, el informativo de Alfredo Urdaci, que durante la guerra dedicó el triple de tiempo a las opiniones e imágenes favorables a la guerra que a las contrarias, defendidas por la mayoría de los españoles (un 63,6% frente al 18,2%), según el estudio realizado por la UNED y la Universidad Carlos III de Madrid (EL PAÍS, 17 de febrero, página 31).

No hace falta volver ahora sobre las mentiras de la "guerra preventiva", la existencia de "armas de destrucción masiva" o "la eliminación del terrorismo de Al Qaeda". Las evidencias, un año después, han terminado por imponerse. La semana pasada, y después de la difusión en Internet de imágenes de los ataúdes de soldados estadounidenses muertos en Irak, la cadena estadounidense ABC dio, por primera vez, los nombres y fotografías de los 731 soldados muertos en aquel país, y el diario The Washington Post publicó sus fotos.

También ahora, unos meses después de los hechos, hemos sabido por las vergonzantes imágenes emitidas por la cadena de televisión CBS -pese a las presiones del Pentágono para evitarlo- y por la revista The New Yorker, que el Ejército estadounidense ha practicado torturas y tratos vejatorios a los prisioneros iraquíes. Una acusación similar pesa sobre el Ejército británico.

Los hechos acaban sabiéndose. Cuando todavía se ignora, no ya el número de muertos de esta guerra, sino los que hubo hace 13 años, parece que algo hemos avanzado.

Los lectores pueden escribir a la Defensora del Lector por carta o correo electrónico (defensora@elpais.es), o telefonearle al número 91 337 78 36.

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